La vida me arrastra
de forma constante
en un ritmo irrefrenable
al que resulta imposible ponerle topes ni frenos.
Ya no tengo tiempo.
No tengo tiempo para mí mismo,
no tengo tiempo para leer ni para descubrir por donde camino,
me arrastra el destino,
la escalera social y relacional
que marca los ritmos.
Me asfixia el sistema,
el tictac frenético,
el constante acelerar porque sino me quedo fuera del juego.
Me frustra no tener tiempo para mis amigas,
no poder cuidar mis relaciones,
no poder quedar, mandar un audio de was sin ser conduciendo,
preguntar cómo estás, cómo te sientes, a qué tienes miedo.
Me frustra no poder celebrar las victorias,
desconectar de mis sentimientos,
coger cada preocupación, estrujarla y hacerla bonita y ponerla en el lado izquierdo del pecho,
a la altura de las costillas y el esternón,
no mirarlas, no escucharlas, pero saber que están ahí, palpitando, a punto de estallar, ocupando todo el espacio que debería ocupar el descanso y el bienestar.
Sufro por no sentir la libertad,
por no poder pararme a ver el sol brillar,
por no tener tiempo para dibujar, para escribir, para soñar,
no tener siquiera la oportunidad de frenar y pensar hacia dónde quiero dar el siguiente paso que debo dar.
Actuar,
en piloto automático,
porque sino te quedas atrás.
Actuar,
como si nada importara,
porque si importa demasiado ya no podrás aguantar.
Porque todo consiste en aguantar.
Y aguantar.
Y aguantar.
Y estoy harto.
Y ya no quiero.
Así que hoy pese a todo lo que debo hacer,
y que luego me agobiaré,
he decidido frenar,
sentarme a escribir,
responder a mis amigas,
ponerme con ellas al día
y mientras tanto tranquilamente merendar.
Mañana una parte de mí se arrepentirá,
pero será la que está totalmente inserta en el sistema,
la otra
sabrá que habrá valido la pena respirar un poco de libertad.