Hoy te escribo esta carta porque tengo que decir adiós al no querer decirte adiós, adiós al fantasma de mi soledad y adiós a ti, aunque estés siempre aquí, te tengo que decir adiós.
Y no sé muy bien qué decir o qué escribir, qué contarte que no sepas ya; que estamos bien, que seguimos adelante y que te echamos de menos. Yo te echo mucho de menos. Me siento mucho más solo desde que no estás, más desamparado; más fuerte también, pero más solo a fin de cuentas, sin nadie en quien sostenerme. Que sé que no es verdad, pero no soy capaz de no sentir eso.
Hoy te escribo porque eso se tiene que acabar, no puedo vivir arrastrando el fantasma de mi propia soledad porque no eres tú, tú no harías eso; soy yo, quien arrastra su propia mente tras de sí y quien inevitablemente se pierde a veces por su propio laberinto.
Y eso, se tiene que acabar de una vez.
Por eso escribo hoy esta carta, para dejarte marchar por mucho que me aferre al recuerdo, por mucho que me inspire esta soledad, por mucho que me retroalimente yo solo a mí mismo; porque por eso tengo que decir adiós, para lograr vivir por mí mismo.
Te echo de menos. Mucho. No sabes cuánto. Echo de menos tu voz y tus sonrisas. Tus palabras en catalán intercaladas entre una ringlera de alegrías. Echo de menos decirte qué andas rosmando y que tú te rías porque justo estabas haciendo eso: rosmar.
Te echo de menos. Mucho. Echo de menos tus besos de buenas noches y quedarnos a ver la tele los dos hasta que te quedabas dormida y te despertabas y decías que era muy grata la compañía, pero que te tenías que ir a dormir, que mañana tenías piscina. Echo de menos discutir por qué hacer de cena y comida; tus patatas fritas, esas que cortabas de forma cuadrada y nadie más sabía hacer; tus filetes empanados y tu tarta de queso, esa tarta de queso de receta única y que por más que he buscado por todos los rincones y cajones, nunca he logrado encontrar ese papelito que vi tantas veces en dónde tenías escritos los ingredientes y la forma de prepararla.
Echo de menos que me cuentes historias de cuando eras pequeña y cuando eras mayor. Como te colabas en la iglesia con tus hermanas y tocabas las campanas y el curo luego os reñía. Como a tu madre le mordió una rata. Como al padrí se lo llevaron los naciones. Echo de menos que me cuentes que no teníais para comer y comíais las mondas de las patatas fritas. Como fuisteis a Vegadeo y luego a Coruña. Como conociste a tu marido. Como os fuisteis a Suiza y como volvisteis. Como te quedaste sola y pudiste con todo tú sola, como saliste adelante con una sonrisa, porque nadie podía plantar cara a la vida como tú. Echo de menos que te quedases en silencio pensando, mirando al infinito, concentrada en los recuerdos, en toda una vida de fantasmas que se han ido arremolinando alrededor hasta quedar tu casa vacía. Y aún así saliste adelante sonriendo. Porque resistir es poesía. Y luego te ríes y dices que si todo eso no hubiese pasado no tendrías unos nietos tan buenos con los que pasártelo bomba jugando al monopoly, a los dinosaurios y a las cartas, y mira que hemos corrido cuando eráis pequeños y yo más joven y jugábamos al escondite como si fuera una niña. Porque con nosotros siempre fuiste una niña. La niña de la mirada siempre sonriente. Y sonríes pensando en todo eso. Y yo sonrío contigo, mientras a mis espaldas queda el mar que baña San Amaro y el Orzán y que recorre con su brisa y salitre todo Monte Alto. Y delante el plato de comida y la nevera siempre llena de yogures por si acaso, hay que aprovechar los saldos de última hora del Día. -Eso me recuerda que ahora hay una tienda en Panaderas que es toda de saldos y productos rebajados, si la hubieses conocido te hubieses puesto las botas con todos los chollos que hay allí-.
Te escribo esto con lágrimas en los ojos, llorando como un niño mientras dejo sobre el papel todas estas palabras. Porque te echo de menos y supongo que siempre te echaré de menos, pero tengo que aprender como sea a sobrellevarlo, porque sino no podrás estar orgullosa de ese nieto del que siempre te alegrabas cuando era capaz de hacer algo por mí mismo y decías: y yo que pensaba que eras un parrulo. Y te reías. Y yo también.
Te escribo porque te tengo que decir adiós, aunque eso me duela tanto que sienta que no soy capaz de hacerlo, pero tengo que dejarte ir y aprender a vivir yo solo. Aunque ya no tenga tu voz y tu risa, aunque ya no tenga tus recuerdos. Aunque el pasado se haya quedado desamparado y sea una nube densa de niebla que poco a poco se va arremolinando a nuestro alrededor mientras ya no queda nadie que pueda hacer memoria de lo vivido.
Te echo de menos. Mucho. No sabes cuánto. Echo de menos estar en el ático y bajar a la sala a hacerte una visita entre descanso y descanso de estudio. Y enseñarte fotos y que tú reconozcas a la gente. Y jugar a la escoba y que me machaques. Y ver la tele merendando. Echo de menos ir de excursión a sitios, a pueblos, al monte, a ciudades, ir de viaje o pasar el día, como hacíamos, como hicimos tantas veces. Te echo de menos con lágrimas en el corazón y el puño en el pecho, tratando de decirte adiós.
Hace unos meses vi en el supermercado a una abuela con su nieto, parecíamos tú y yo o tú y Brais, el niño bailaba y miraba a la abuela y la abuela, sin hacer caso al resto de gente que estaba a su alrededor, se puso a bailar con él, moviendo los brazos, moviendo las caderas, solo le faltó hacer pa pa pa como hacías tú, esas onomatopeyas tuyas tan características. Fue un golpe de recuerdos. Un mazazo. Tuve que irme a un callejón a llorar.
Ahora ya no me pasa. Supongo que voy mejor. Hace un poco menos vi una escena parecida, me impactó menos.
Sonrío a veces.
Pero te sigo echando de menos. Mucho. Una barbaridad. Echo de menos ir por la calle tú, yo y Brais, con Trufa también, grabando vídeos, grabando improvisaciones de rap o haciendo directamente el tonto como siempre hacíamos. Echo de menos también que no estés aquí para Fin de Año y estar allí para Nochebuena. El resto de la familia es horrible y por mí como si no vuelvo a verlos más, pero iba una y otra vez para poder pasar la noche contigo, aunque apenas te pudiéramos ver porque estabas toda la tarde y noche metida en la cocina. Como todas esas heroínas que lo dan todo por su clase, su familia, sin ser capaces ni un segundo por un momento a pararse a pensar en si mismas. Y eso es un acto de valentía y a la vez un castigo del mundo, por haceros vivir eso. Por eso también luchamos.
Por eso lucha tu nieta.
No es tu nieta real, pero como si lo fuera.
Un día vino a Coruña, un lejano Diciembre de 2015 y te dije que iba a venir mi novia. Y tú te reíste y preguntaste si ya había pedido vez en la pensión Fina y yo te dije que sí, y tú: ah, bueno, pues entonces ya está. Y entró por la puerta y te ganó en la primera hora. Todos sabemos que eso de que te pidiera que le hablases en catalán fue la chispa. Luego estaba su sonrisa, tan parecida a la tuya. Tan presente. Tan luminosa. Sois tan parecidas... Guerreras ante la vida. Supongo que por eso estabais tan unidas.
Esa vez, la primera vez que estuvo, cuando se fue me dijiste que era muy maja y muy riquiña, molt maca, como dirían los catalanes, muy riquiña como dirían los gallegos.
Le dijiste que tu casa era la suya y que viniera siempre que quisiera, aunque yo no estuviera. Y cuando hizo eso, un par de años después, con su sobrina te llevaste la alegría del año y estabas que no podías con la felicidad. Me llamaste solo para decírmelo, que Laura había ido a verte con su sobrina. Y parecías otra vez esa niña pequeña que eras siempre que estabas jugando conmigo y con Brais. Supongo que ahí residía la magia: ella también te hacía sentir esa niña de la mirada siempre radiante.
Y el último día cuando no eras capaz de reconocer ya a nadie, te juro que cuando la viste esbozaste una sonrisa. Porque de algún modo sabías que ella estaba ahí y que por muy mal que yo estuviera nunca me caería con su mano agarrando la mía. Y supongo que por eso te fuiste, porque sabías que todos estaríamos bien. Por mucho que doliese. Por mucho que dolería. Por mucho que te echemos de menos cada día desde entonces.
Te echo de menos. Mucho. Te echo mucho de menos. Pero cuando pienso eso, en lo feliz que te hacía ella, en lo felices que fuimos contigo, en lo feliz que eras con tus nietos de Vigo sonrío. Como Trufa dándole al rabo cuando subía corriendo escaleras arriba y te buscaba por todo el pasillo y llegaba junto a ti a la cocina. -No ha dejado de hacerlo, cada vez que va a Coruña te busca como si todavía te fuese a encontrar al final del día. Y se queda desilusinada y confusa, sin saber muy bien hacia dónde ir.-
Un poco como nosotros.
Que no sabemos muy bien hacia dónde ir sin ti.
Y por eso estoy aquí, frente al papel, tratando de encontrar mi camino sin ti. Porque ya no soy la misma persona que hace un año cuando estas líneas no eran algo necesario. No soy la misma persona y estoy aprendiendo a vivir con esa soledad que me acompaña como la sombra que se alza a mis pies. Como el cúmulo de oscuridad y tinieblas que puede ser mi mente cuando no logro mantenerme a flote.
Por eso estoy aquí, diciéndote adiós, porque tengo que comenzar a seguir mi propio sendero sin el peso de tu ausencia. Porque aunque ya no estés, siempre estarás en el recuerdo. Y con eso basta.
Te echo de menos. Te echo mucho de menos, pero te tengo que decir adiós para continuar creciendo.
Te echo mucho de menos. Echo de menos tu voz, tu risa y tu mirada siempre sonriente.
Echo de menos que no fueras recuerdo.
Pero aún así te tengo que dejar ir y yo me tengo que marchar para encontrar por fin mi lugar.
Y ser más fuerte.
Como siempre hubieses querido.
Ha llegado el tiempo de las despedidas. Toca difuminarnos en el viento, en las olas del Orzán y la noche de Monte Alto. En los recuerdos y los olvidos, en el futuro y en el pasado, en todo lo vivido, en todo lo que queda por encontrarnos. Ha llegado el tiempo de las despedidas y como un torrente de fotogramas vienen a mi mente imágenes de tantos y tantos años. Tú. Yo. Brais. Mis padres. Laura. Tú. Tú. Siempre tú. Y tú risa. Te echaré de menos. Mucho. Pero espero que de una forma más sana. Y que cuando piense en ti ya no llore nunca y solo sonría. Como siempre tú hacías. Como nos enseñaste a hacer desde un quinto piso de 95 escalones que subías uno a uno, como se deben superar los obstáculos en la vida. Gracias. Gracias por todo. Gracias por los años. Gracias por la felicidad. Gracias por cuidarnos. Gracias por preocuparte siempre tanto y llamarnos casi a diario -los domingos era obligatorio-. Gracias por los cromos. Gracias por los recuerdos. Gracias por los regalos que guardabas como reliquias en algún rincón del armario. Gracias. Gracias. Gracias. Gracias por las fotos, los vídeos, los instantes, los veranos, los inviernos, los sueños, las confesiones, la amistad, los juegos, las partidas a nuestras historias y fantasías, los escondites, las tinieblas, las carreras, los partidos, los senderos que siempre recorreremos con tu recuerdo.
Gracias. Gracias por todo. Gracias por hacernos tal y como somos.
Gracias.
Adiós, Yaya.
Te quiero mucho.
Te quiero con todo mi pecho.