Existe en los ritos de iniciación una mirada huidiza que buscamos, pero que se nos escapa,
un algo
que pese a no poder nombrar
en ese instante y lugar reside toda la magia
de los cruces de caminos,
de los momentos en que debemos tomar decisiones
que se encuentran por encima de nosotros
y que marcarán nuestro devenir.
A fin de cuentas,
dichos ritos
no son otra cosa que el paso de la infancia a la edad adulta,
la certera certeza que nos susurra que algo se fractura para no regresar jamás y solo permanecer nosotros
tras el renacimiento
que supone
el habernos reconstruido de nuevo:
Otras piezas diferentes para un mismo cuerpo.
La definitiva sentencia de que ya nunca nada será lo mismo.
Y pese a todo ello
si lo hemos hecho bien
sabremos rodearnos de aquellos amigos
que permanecerán por mucho que pase el tiempo.
Y ahí residirá otra de las magias del momento:
Dar el paso
rodeado
de quien te invita a volar,
de quien te reconoce con todas tus aristas y grietas,
con tus luces y sombras,
con tus aciertos y errores
y pese a ello,
te acompaña y no te juzga.
Amigos
así
son los que hacen falta en este mundo tan incierto.
Y es que cuando desaparezcan los miedos que nos inmovilizan
y nos impiden caminar recto
habremos dado el gran paso
para robarle segundos al reloj de arena que es este inmenso tiempo
que jamás nos correspondió vivir y que siempre nos estará vigilando a lo lejos.
Vidas que atrapar incapaces de encerrar al segundero entre nuestras manos.
Intentos sutiles de sabernos eternos.
En eso consisten esos ritos.
En tratar de creernos eternos.
Y al final
solo nos quedarán los recuerdos
y el vacío que se respira cuando finalizan las oportunidades
y ya solo se escucha el viento.
Libertad, sí,
pero ¿a qué precio?
Morimos por el camino,
para sabernos despiertos.