viernes, 31 de enero de 2020

La danza

Julio, 1983.

Llovía profusamente. La bruma cubría todo y el bosque era un manto de oscuridad palpable del que resultaba imposible huir. Avanzaba a tientas, tratando de aferrarme a algo reconocible que me permitiera encontrar el camino de vuelta a la pequeña casita marinera en la que pasábamos mis amigos y yo las vacaciones de verano. De vez en cuando tropezaba, decidí que ante esa insondable negrura era mejor encender la linterna. Un vaporoso haz de luz difusa cruzó la espesa noche en un instante. Las sombras danzaban a mi alrededor, inestables, mientras me afanaba en mantener la calma para lograr orientarme correctamente. Grité en vano llamando por mis amigos. No me escuchaban. Estaba más perdido de lo que creía. Temeroso seguí caminando.

* * *

Ese verano mis amigos y yo habíamos decidido ir a la casa que tenía Miguel en un pequeño pueblito marinero de la Costa da Morte, en Galicia. No me malinterpretéis, no nos autoinvitamos, la propuesta surgió del propio Miguel, se sobreentiende, pero aún así mejor aclarar. 
Pasábamos las mañanas durmiendo y explorando los alrededores. A la hora de comer bajábamos a las playas desiertas. Por aquella época el pueblo era prácticamente un rincón desconocido cuyo único atractivo era la Ermita da Roca de Balar. A día de hoy sigue igual, pero mucho más masificada. Cuando nosotros íbamos solo estaba el cura, un par de familias de pescadores y el habitual grupo de beatas que pueblan estos grises parajes que son la España fervorosamente católica y temerosa de Dios.
Tonterías para cualquiera. Y más para unos chavales que no tenían otra preocupación que correr detrás de las olas, surcar en lancha la Ría y gastar las últimas horas de la tarde pescando en el puerto. Ajenos al correr del tiempo y a cuantos avisos este se preocupara por notificarnos una y otra vez. 
La libertad del verano pronto se acabaría. Y con él nuestra más tierna juventud.
Puede que por eso lleváramos a cabo esa especie de ritual iniciático que unánimemente decidimos hacer esa noche.

Cuanto más caminaba, más seguro estaba de que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba. Los pies se me hundían en el fango y el crujir de los pinos se intensificaba a medida que el viento soplaba con mayor intensidad. En esos parajes atlánticos salvajes, la salitre lo arrasa todo, es por eso que solo los pinos logran abrirse paso en ese indómito y recóndito ambiente, mostrando toda su fiereza ante un clima hostil que se pierde entre la bruma, la humedad y la ácidad erosividad del aire y el suelo. De repente escuché un ruido y me detuve en seco. Traté de perforar la insondable oscuridad con mi linterna, pero sobre mí se abría la inmensidad de las sombras. Me mantuve quieto y callado por unos largos minutos que para mí resultaron ser horas. Mis sienes palpitaban ante mi desbocado corazón. Nada rompía el salvaje silencio del viento indomable, y aún así, yo estaba completamente seguro de haber escuchado algo. Me sacudí la cabeza, me abroché firmemente el abrigo y continué mi camino en busca de mis amigos.

El ritual podía parecer una tontería para cualquiera, pero en ese mundo de leyendas y supersticiones que son los pueblos perdidos en la Galicia profunda, no era un tema para tomarse a broma. Teníamos que entrar en un cementerio, los cinco, y allí llevar a cabo la invocación de las almas. En cada lugar recibe un nombre. Ya sabéis, ese sistema por el cual llamas a los muertos y tratas de encender cualquier atisbo de la chispa de la vida, para que desde el más allá te respondan y se arremolinen en torno a tus peticiones. Se crea así una conexión de energías místicas y viscerales que durante unos instantes conectan el mundo de los vivos y los muertos y te llevan más allá. Al mundo de los adultos. Del miedo a la muerte. De la certeza de la vida. De la constancia del tiempo. Un rito más de iniciación para los jóvenes que deben convertirse en hombres. Una tontería sí, pero una tontería con una gran carga simbólica.
Y allí estábamos, en el cementerio del pueblo, rodeados de cruces, lápidas y pequeños mausoleos de alguna pequeña, pero acaudalada, familia que se había podido costear un poco más que un puñado de piedras y mármoles con el que poder erigirse monumentos a la fugacidad de la existencia y hacerse eternos por los tiempos de los tiempos, al menos hasta que todo lo barriese este viento salvaje del Atlántico que nada deja tras de sí. Nos situamos en un círculo en un pequeño claro del cementerio, la luna llena bañaba el cielo y su relente nos cobijaba. O eso creíamos. Entrelazamos nuestras manos y sin intercambiar palabras, dimos inicio al ritual. De pronto todo cobró forma, el mundo giró alrededor de nosotros, el viento se detuvo, el cielo se iluminó y desaparecimos fugazmente de ese plano existencial. El mundo astral se abría ante nosotros, la inmensidad del tiempo y el espacio en nuestras manos. Sentimos calor, frío, fiebre y escalofríos. Nos sentimos inmortales y mínimos, gigantes y patéticos. Éramos invencibles y al mismo tiempo unos críos. Nuestras venas bombeaban a un ritmo galopante y sonidos de ultratumba llegaban a nuestros oídos. El viento que antes se había detenido ahora se colaba por todos y cada uno de los poros de nuestros cuerpos y nos hacían volar, entrando por ellos y saliendo por nuestros ojos. Nuestras miradas ardían. Los pechos se desbocaban. Estábamos como en trance incapaces de articular palabras, pero embistiéndonos contra la realidad como bestias enfurecidas y bravas. Saltábamos y nos sentábamos. Nos tumbábamos y nos retorcíamos. Las convulsiones nos catapultaban de un lugar a otro. Caíamos y flotábamos. Nos desgarrábamos y nos mordíamos. Era todo una infatigable danza macabra de muertos en la que no parecía tener nunca fin nada. Y cuando ya el fuego nos devoraba las entrañas y semejaban no tener vuelta atrás, de repente, nos desplomamos de esos entes que habíamos sido durante días, semanas, meses y años, y en un instante volvimos atrás, y estábamos de nuevo en el comienzo, una vez llegado el final. Todo estaba igual, el cementerio, la luna brillante, el viento en calma, la tibia calidez de la noche Atlántica. Miramos nuestros relojes, en silencio, apenas habían pasado unos minutos desde que nos habíamos sentado y diéramos por iniciado el ritual. Extrañados no dijimos nada. No había nada qué decir. Todos comprendimos lo vivido. Nos levantamos, y nos dirigimos a casa.

Durante días nadie habló de lo sucedido, pero una noche Miguel desapareció. Tratamos de buscarlo desesperadamente, pero al tercer amanecer comprendimos que no volvería.

El proceso se repitió. Uno por uno. Todos fueron desapareciendo. 
El último que quedaba fui yo. Ahí comprendí que tenía qué hacer algo. Algo más que buscarlos.
Cogí mi linterna y me armé de valor. Dejé la casa atrás. El calor. La seguridad. Y me adentré en lo más recóndito del bosque. En lo desconocido.

* * *

Llovía profusamente. La bruma cubría todo y el bosque era un manto de oscuridad palpable del que resultaba imposible huir. Avanzaba a tientas, tratando de aferrarme a algo reconocible que me permitiera encontrar el camino de vuelta a la pequeña cabaña marinera que durante este verano se había convertido para mí y para mis amigos en nuestro refugio y hogar. De vez en cuando tropezaba, decidí que ante esa insondable negrura era mejor encender la linterna. Un vaporoso haz de luz difusa cruzó la espesa noche en un instante. Las sombras danzaban a mi alrededor, inestables, mientras me afanaba en mantener la calma para lograr orientarme correctamente. Grité en vano llamando por mis amigos. No me escuchaban. Nadie me escuchaba. Estaba solo. Y claramente estaba más perdido de lo que creía.
Temeroso seguí caminando.

* * *

Pasadas varias horas comencé a inquietarme, mi reloj marcaba ya las 7 de la mañana, hacía ya más de una hora que los primeros rayos de sol debían haber cruzado el alba y a esas alturas la luz debería ser nítida y palpable, al menos lo suficiente como para que pudiese atravesar la bóveda que conformaban las copas de los árboles de ese impenetrable bosque. Y a pesar de ello, nada, total y absoluta oscuridad. No comprendía nada. 

De repente, volví a escuchar un ruido, esta vez nítido, un lamento, un murmullo lejano, una especie de letanía. Como pude me refugié tras un árbol en dirección contraria a la dirección del sonido. Contuve la respiración. Un canto uniforme disonante iba cobrando forma y envolviendo todos los rincones del bosque a su paso. Mi pecho galopaba, la sangre me borbotaba bajo la piel. Un escalofrío desgarrador me recorrió desde los pies hasta la nuca, conscientes de lo que estaba presenciando. El farol que portaba la primera de la larga hilera de siluetas no daba pie a errores. Los dientes me claqueaban, las piernas me fallaban. Incapaz y tembloroso apagué desesperadamente como pude mi linterna, rezando, irónicamente, por que no me vieran. Sabía qué tenía ante mí; y el terror se apoderó de todos y cada uno de los pedazos enteros que quedaban de mi malherida carcasa temblorosa que era el envoltorio que cubría mi alma.

Dicen que en las noches de muertos una hilera de almas en pena recorren los pueblos de Galicia para llevarse a las vidas que ya se han apagado, guiándolas en el viaje sin regreso. Transeúntes entre este mundo y el otro. Expertos conocedores de los entresijos de la mistérica existencia. Hábiles viajeros que todo se llevan y nada dejan. Cuando te cruzas con ellos solo puedes rezar por quedarte quieto, contener la respiración y que no te vean. No te acerques a cruceiros, los frecuentan. No te acerques a su luz, no habrá regreso ni vuelta. No pronuncies su nombre en vano, lo detectan. No hay forma de huir. No hay forma de escapar. Solo quedarse quieto, en silencio y rezar. rezar. rezar. para que no sepan dónde estás.

La Santa Compaña continuaba su fúnebre caminar entre los árboles. Sus facciones eran irreconocibles bajo las capuchas y la inestable candidez del débil farol era incapaz de dotar de vida al negro rostro que se perfilaba fantasmagoricamente bajo el velo que guiaba la procesión. La letanía arañaba los árboles, haciéndolos sangrar. El viento, incapaz de alterar los hábitos, discurría entre las siluetas, arrastrando tras de sí un fétido olor que recordaba vagamente a papel quemado y flores en descomposición. A su paso, el lento y penitente miserere reverberaba en todos las paredes del bosque, devolviendo ecos distantes y distorsionados que traspasaban mi mente. Eran notas graves y agudas, disonantes y estridentes. Un llanto constante de palabras de ultratumba que resultaban inconcebibles e incomprensibles, imposibles de percibir por el oído humano, pero que traspasaban la piel y se colaban directamente en el pecho, donde se reproducían una y otra vez, provocando un alterado palpitar que desataba la ansiedad que se apelmazaba en mi mente, en mi ser. Me estaba volviendo loco ahí quieto y mis pies me gritaban una y otra vez que corriese, que escapase, que no había otra salida que huir desesperadamente.

Poco a poco la hilera se iba alejando, llevando tras de sí decenas, centenares de fantasmales siluetas que se perpetuaban hasta el infinito. A cada metro que recorrían más larga parecía la fila de muertos que arrastraban. Me aterroricé todavía más cuando reconocí entre esas almas en pena a mis amigos, caminaban en trance, volátiles, difusos, como si a cada paso que dieran abandonaran cada vez más este mundo y se adentraran en las tinieblas de una existencia de condena por los siglos de los siglos. Los fantasmas se arremolinaban en torno a ellos y se filtraban por sus ojos y oídos, sus manos se fundían y de sus bocas salían ríos de hálitos y vaho que parecían provenir de sus mismas entrañas, mientras los fantasmas las sorbían y estallaban en pedazos arremolinándose en torno a las incandescentes velas que flotaban de repente alrededor de la marcha fúnebre.

Todo el espectáculo era macabro y yo ya no podía más. Me había orinado encima, me había mordido la lengua con el incontenible castañear de los dientes y las convulsiones de mi cuerpo me habían dejado agotado en un cuerpo que no lograba ya soportar más contracciones y escalofríos. Me dispuse a salir corriendo. Aterrorizado. Espantado. Incapaz de hacer nada ya por mis difuntos amigos. Y consciente de que sería el siguiente que pasaría a integrar esa eterna fila sin final.
Pero cuando intenté mover los pies, estos no me respondieron. Sin saber cómo, comencé a hundirme entre las raíces de los árboles y las ramas serpenteaban entorno mía. El cielo estalló en una llama de claridad. ¡Mi salvación! ¡El día! Mas solo fue un instante. La oscuridad volvió a ser absoluta y por mis cegados ojos comenzaron a pasar incandescentes destellos saeteados de amarillos, rojos y verdes. Las estridencias del llanto mortuorio se colaba por mis oídos y me taladraba el cerebro. Escuchaba ladridos del infierno. Gruñidos. Arañazos en los troncos. Venían a por mí. Los perros del infierno venían a por mí. Unas fauces lobunas aparecieron ante mi rostro. Dos ardientes ojos me penetraron hasta lo más hondo de mi pecho y comencé a vomitar. Sangre. Sangre por todas partes. Mis dedos sangraban. Mis oídos sangraban. Mi nariz sangraba. Sin saber cómo me convertí en un cúmulo de heces, sangre y vómitos que rezumaban por los retazos de mi ser. Manos salían del suelo tratando de aferrarse a mí. Torturas inhumanas se proyectaban en el cielo como autómatas que repetían una y otra vez el mismo movimiento en un ilusorio baile de máscaras sin final. Desquiciado y desesperado como me encontraba había olvidado por completo a la Santa Compaña y cuando me quise dar cuenta estaba frente a mí su líder. El farol me alumbraba directamente. Pero la negrura seguía siendo insondable en ese rostro. Parecía como si las tinieblas se arremolinasen en torno a él y lo siguiesen en cada movimiento. Sonrió. Algo en lo más oscuro y profundo de mi corazón me lo dijo. Tenía esa certeza. Me estaba sonriendo. Una fantasmal mano informe, volátil e impronunciable se acercó a mí y me acarició la mejilla desgarrándome la piel a su paso. Se llevó la mano a su rostro y de un firme manotazo, como una mano diestra limpiando el polvo de un pequeño tesoro que quieres conservar por toda la eternidad, se apartó las sombras que cubrían su rostro. Un grito ahogado salió de mi pecho. Mi voz no me respondía. Aunque a esas alturas ya todo me daba igual. Un rostro vacío me sonreía. No había nada. Ni boca. Ni nariz. Ni nada reconocible. Solo una informe masa de vacío que configuraban unas cuencas llenas de arena que caía de forma constante y consecuente. Las campanadas de la Iglesia repiqueteaban, el mar se embravecía y el viento me arañaba con una fiereza inusitada los pocos restos que quedaban de mis tímpanos. Un frenesí inconmensurable de locura salvaje se destejía ante mis aterrados ojos. La mano informe entró por mi boca y comenzó a desnudarme hasta dejarme hecho un ovillo de inseguridades. Todos mis miedos, dolores, pesadillas y terrores infantiles yacían inertes ante mí, conscientes de que se levantarían una última vez para matarme definitivamente. Ya solo quedaba una carcasa inerte de mí mismo, dispuesta a llenarse de fatídico y fantasmal destino, incapaz de hacer nada por evitar el mismo final que mis amigos. La eternidad era una palabra en mis manos y ya solo el tiempo podría salvarme de morir en vida por siempre jamás. Mi cuerpo se diluía. Mis manos se esfumaban, y una velada e incorpórea fugacidad transparentaba opacamente todo lo que antes había sido mi ser. Lloraba, gritaba, moría, suplicaba y nada pasaba. Nada pasaba. Nada podía salvarme. Nada podía consolarme de esas macabra barbaridad que estaba viviendo en una disonante y estridente pesadilla de la que resultaba imposible salir. Los rostros fantasmales sonrieron lobunamente dejando translucir unos ojos ardientes y todo comenzó a girar en un vertiginoso remolino de formas informes, siluetas fantasmales y ponzoñosas cicatrices que nunca curarían. La sangre desbordaba mis ojos y el lodo y las heces se deslizaban por mis labios incapaz de contener las continuas arcadas que me producía la mera existencia en ese eterno instante. De repente, el remolino me cercó y envolvió hasta arañarme, desgarrarme y despedazarme en su frenético frenesí aterrador.

Todo estalló.

El blanco lo bañó todo.

Un cegador e infinito blanco.

Indescriptible.

Solo blanco.

Todo estalló.

Y ya no hubo nada.


* * *

* * *

* * *


Me desperté y abrí los ojos.

Estaba sentado. Estábamos sentados. Todos. Yo y mis amigos. En el lugar exacto en el que estábamos cuando todo comenzó en el cementerio. Permanecimos quietos sin movernos ni articular palabra hasta que amaneció.

Cuando el sol estuvo ya en lo más alto nos atrevimos a movernos. Nos dirigimos a casa. Arrastrando nuestros pasos.

El tiempo había sido eterno durante esos instantes en que todo ocurrió. Los relojes apenas se habían movido un par de minutos desde la última vez que los habíamos mirado antes de esa pesadilla.

Apenas un par de minutos, para toda una vida.

Ese día dormimos, y el siguiente, y el siguiente.

Tres días después nos sentamos a desayunar. Sin decir nada todos comprendimos lo que había pasado. El tiempo había dejado de ser eterno para nosotros y ahora solo quedaba la certeza constante del final. Habíamos dado el paso. El ritual se había cumplido. Quedaba asimilarlo y aprender a vivir con esa cuenta atrás.
Solo restaba,
después de todo,
madurar.

jueves, 30 de enero de 2020

El paseo de las ausencias

Que ganas de perderme
en ninguna parte
y desaparecer por tiempo indefinido
mientras mis pasos
me llevan sin hacer ruido
al más inmenso vacío
y me tiro como un huido,
refugiado de los ríos
de tristeza que corren por mis venas.

El paseo está más silencioso que de costumbre,
solo hay muerte
y una oscuridad inerte que lo barre todo,
como el viento frío de enero
que todo se lo lleva,
nada queda
y yo con las manos en los bolsillos
camino,
por no hacer otra cosa.

El mar embravecido
y la bruma nebulosa
oculta el dolor
y la ausencia,
las penas se arrastran
como sombras a tus pies
y no hay nada que ver
en este espectáculo de fantasmas.

La madrugada me habla,
Monte Alto me llama,
y yo a 150 kilómetros de distancia
cojo un boli y papel
para ahogar las palabras.

Ya nadie queda,
ya nadie baila,
en este libro de soledades
que son los versos del alma.

Gracias.
Gracias.
                                         Por darme alma.

lunes, 27 de enero de 2020

Busco el olor de la primavera en Coruña

La brisa se arremolina en la ventana
mientras se desteje un manto de luz,
el mundo se baña por la mañana
y el destello de mar redunda en azul.

La tibieza encharca los pechos,
la calma desborda las miradas,
el sol ilumina el cielo
y el paseo se pinta de almas.

La prisa se ralentiza en el instante
y la vida rebosa palabras,
la salitre se arremolina flotante
y todo se pinta de sonrisas blancas.

La risa inunda la apasionada
imagen de punto que se ve a trasluz,
la eternidad es agua de caricias veladas
y la primavera grabando su nombre y es: Tú.

miércoles, 22 de enero de 2020

Que inevitable es la fugacidad del presente

Yo que aún le tengo miedo al tiempo
y no puedo ni pensar en perderlo.
Novis



Giramos las agujas del reloj hacia atrás
por recuperar el tiempo que ya no tenemos,
el destino es un camino sinuoso del que resulta imposible huir
y así,
sin saberlo muy bien,
caminamos, porque somos conscientes
de que otra cosa no podríamos hacer.

Retrasamos todo lo posible el arrancar las hojas del calendario
como pobres dementes que tratan de luchar contra lo inevitable,
y en esta vorágine devoradora de la arena
hundimos los dedos hasta lo más hondo del ser
por tratar de comprender
qué es lo que luego nos queda
de todo lo que un día fuimos.

Nos aferramos a fotografías del ayer
para resucitar sonrisas muertas,
para soñar vidas alternativas,
para dibujar futuros imposibles,
y ante todo eso
no podemos hacer otra cosa
que asumir lo que tenemos
y contentarnos con eso
tratando de definirnos con la palabra feliz.

Cargamos la mochila con ilusiones, fantasías, desvelos,
y al final,
a mayores,
llevamos junto a ello también nuestros fantasmas,
nuestros demonios,
nuestros miedos,
la más triste e irrefutable certeza
de que nunca seremos quienes queríamos ser
y tenemos que conformarnos...
conformarnos con lo que tenemos;
porque ¿qué otra cosa podríamos hacer?

*
*
*

Yo
que aún le tengo miedo al tiempo
y no puedo ni pensar en perderlo,
a veces me ahogo entre sus afilados filamentos
y las heridas que me abro
las desangro
a través de tan inestables versos,

por ver si así
me atrevo
a enfrentarme ello
con los ojos cerrados
y la sangre en un mundo tatuándome el cuerpo.

domingo, 19 de enero de 2020

Rastro de miserias

Despierto con pocas ganas
como expulsado del cielo
y la vida discurre sin esperanzas,
la luz se pierde sin remedio.

El llanto de una existencia
se apelmaza entre los miedos
y la desidia y la derrota
todo lo cubre de negro.

Sucumbí a la noche,
desorientado moribundo,
y tropecé mi rumbo
sin encontrar atisbo de sueños.

*
**
***

Y en la madrugada
cuando ya nada quede
arderé entre las llamas
dejando un rastro de muerte.

Creí ser lo que tocaba
y supuré tristeza,
y así, tras este infinito olvido
solo hallaré pesadillas de hiedra
que mi pecho encierran, mis piernas arrastran,
para aplacar, de algún modo,
la ineludible espera que a todos aguarda.

jueves, 16 de enero de 2020

Pendurado do lento rabuñar do peito

Arañando al tiempo me dejo deslizar lentamente por los rincones de la vida
incapaz
de atrapar el instante
en un verso libre
que se pierde por ninguna parte
tratando de aferrarse
al eterno viaje
que nos devuelve a la realidad.

¿Dónde quedan?
¿Dónde estarán?
Los sueños que el tiempo
no deja nunca descansar.

Hay que saber buscar las razones

Estoy tecleando las letras al son de la música electrónica, sin saber muy bien qué pinto aquí a estas horas de la madrugada cuando no sé ni qué hacer con mi vida. Apuro el cigarro mientras el humo se escapa por la ventana. Sopla viento. Fuerte. De este que hace que te coja el frío pronto, y resulta incluso, en ocasiones, desagradable. Pero bueno, es lo que hay. Me digo mientras miro a través del reflejo sucio que el cristal me devuelve de mí mismo. 

Aquí estoy. Tecleando, a las tantas de la madrugada. Mientras escucho a Basshunter a todo volumen en los cascos y dejo que la música me retrotraiga hacia una época en que probablemente, a veces, todo fuese mucho mejor. No lo sé. Eso quiero creer. Y mientras tanto suspiro exhalando el humo del cigarro, al tiempo que la noche se pierde por los rincones de esta ciudad en la que no escucho el mar, por mucho que me esfuerce en intentarlo. Las ventanas no baten con el viento, y el frío no me atenaza la piel. Y aún así, a pesar de todo eso, algo me desgarra por dentro, incapaz de poner rumbo a una vida que se me escapa entre los dedos ante las miles de decisiones que toman otros por mí, sin ser capaz de ser yo quien fije el rumbo, sin ser capaz de ser yo quien decida hacia dónde ir. Solo dejarme llevar. Porque así es más fácil. Y en realidad nadie quiera que sea yo mismo quien decida lo que yo quiero. Así que... ¿para qué?

Una vez, hace ya más de 7 años atrás, escribí que era el comienzo de una etapa, como un capitán de barco escogiendo su propio destino ante un mar de aventuras que se abría ante sí, consciente de que era libre de elegir lo que quisiera. Era un texto bonito. Está perdido por algún rincón oculto de este blog, quizás algún día vea la luz, no lo creo. Bueno, la cuestión era esa, yo escribía, y en la foto que puse salía Luffy señalando el horizonte. Feliz. Sonriendo. Así me sentía.

Me he sentido muchas veces así.

Pero ya no.

Me siento atrapado. Ahogado. Asfixiado.

Incapaz de elegir nada por mi mismo y sin las oportunidades para poder lanzarme al vacío por propia voluntad.

Y así. Poco a poco. Me quedo sin aire. Hasta que ya no pueda más. Y decida encerrarme. Para dejar de sufrir. Total... ¿para qué?

Para nada. Esa es la cuestión. Para una absurda nada en la que no hay nada más que Nada. Absolutamente nada.


*   *   *


Escribo. Aporreando el teclado. Tratando de coger una bocanada de aire
entre el humo del cigarro
que se escapa por la ventana
a las tantas de la madrugada,
mientras asoma en mi rostro
una sonrisa de medio lado
melancólica,
triste,
de esas que pones
cuando no sabes qué decir...


Miro al fondo de mis recuerdos,
y ahí, no sé por qué,
me viene la mirada a un vaso de vino
perdida en un bar cualquiera con billar,
eso es importante,
no importa el motivo,
pero sirve para darle un toque de realismo a la historia,
y queda bien,
¿para qué mentir?

Pues eso.
Una noche cualquiera.
En un bar cualquiera.
Con un billar cualquiera.
Y yo mirando el fondo de un vaso de vino,
que yo no bebo nunca vino,
pero ese día sí,
vete tú a saber por qué.

Miraba el vino,
y les miraba sonreír,
y ahí todo valía la pena,
y Alicia me miraba
y me decía que qué me parecía,
y yo sonreía
y reía
y le decía que me parecía bien,
que estaba bien,
y era verdad,
durante esos instantes,
allí,
con ellos,
todo estaba bien.
Y la música sonaba,
el alcohol me subía,
y yo estaba bien.
Muy bien.

No sé por qué.
Pero con frecuencia me viene ese instante a la cabeza.
No es que sea nada del otro mundo,
quizás eso sea todo,
que no era nada del otro mundo,
solo un instante breve,
fugaz,
precioso,
en el que todo estaba en su sitio,
como cuando estoy con ellos.

Y ahí,
yo sonreía.


*   *   *


El viento sopla mientras la noche desteje su manto de estrellas por toda la bóveda oscura y pastosa que es la noche de niebla espesa en la que el viento se cuela por la rendija de la ventana, mientras el humo todo lo empaña y la luna se regodea en su relente de madrugada. Yo escucho a Basshunter, con sus ritmos electrónicos de house y me dejo llevar frente al teclado. Sonrío mientras miro la pantalla. En cierto modo, si hiciera frío en la piel atenazante, el mar se escuchase, y estuviese en Monte Alto, me sentiría como si me encontrase en un quinto piso escribiendo en 2015. Escribía siempre con esta música de fondo por aquella época. La otra gran diferencia es que no me sentía en ese momento tan perdido como ahora. Y todo parecía mucho más hermoso. Aunque fuese simplemente por eso.

Ahora camino. Solo. Perdido. Y desorientado.
Dando pasos en falso.
Palos de ciego.
Gritos sordos al cielo.
Y golpes agridulces de una vida que solo nos deja un manojo de sinsabores
de los que resulta, en demasiadas ocasiones,
imposible escapar.

Y eso hago.
Caminar.
Mientras me fumo este cigarro de demonios, imágenes y metáforas
a las tantas de la madrugada,
frente a una pantalla,
mientras las notas electrónicas
me guían a través de las palabras
para desahogar
las ganas
de saltar desde la torre del reloj,
igual que cuando desaparece el sol,
en el horizonte de la vida.

Y eso hago.
Caminar
buscando la salida
que me lleve una y otra vez
a la próxima casilla
en la que ganar definitivamente
la partida con una sonrisa
de estas que sean libertad,

de estas que sean vida.








I will never be afraid again
I will keep on fighting ´til the end.
Basshunter

martes, 14 de enero de 2020

Otro atardecer a tu lado

Hoy es martes,
aunque no sea 13
y yo te escribo
con un verso en la mano
y en la mirada verano,
escribiendo por los sueños,
por los años,
por los kilómetros recorridos a tu lado,
por el futuro que nos ganamos
paso a paso.

Hoy es martes,
y yo sigo en mis 13,
escribiendo poemas
a pecho de fuego
y abiertas las venas,
como si no hubiera otra forma
de decirte lo  que siento,
de comprenderte en este cuento
que somos los vientos volando lejos;
brisa del atlántico
en mirada de invierno,
fantasías de otoño
ardiendo bien adentro,
canto de enero en este cobijo de letras,
somos la vida atrapada entre los dedos
rozando los cielos.

Hoy es martes
aunque no sea 13
y yo te escribo
porque no sé hacerlo de otra forma,
el decirte lo que siento,
lo que llevo en lo más hondo
de mi canto entero,
somos los sueños
que acunamos al viento,
y yo te lo digo así, ardiendo,
te quiero,
te quiero de aquí al infierno,
y del infierno al cielo,
te quiero como si no hubiese tiempo,
y te quiero como si el infinito fuese eterno,
te quiero,
de todas las formas,
frente a cualquier miedo,
te quiero como la luz de tus ojos
y el brillo de tu sonrisa,
te quiero
como el corazón latiendo en lo más profundo de tu pecho,
así te lo digo:
te quiero, te quiero, te quiero
como un poema que escribirte en este martes 14 de enero.

Seamos horizontes de fuego en el Atlántico.

Mi corazón reincidente

Mi corazón
la vida misma
mi corazón
la patria entera
mi corazón
la hora tierna
mi corazón
libertario.

Mi corazón
el canto nuevo
mi corazón
el silencio sincero
mi corazón
el pueblo soberano
mi corazón
el mundo en la mano.

Mi corazón
la nueva era
mi corazón
la tierra nuestra
mi corazón
la sonrisa clara
mi corazón
la paz velada.

Mi corazón
el cuento sin miedo
mi corazón
la mano en el fuego
mi corazón
el valiente luchando
mi corazón
el pecho ardiendo.

Mi corazón
con carta blanca
mi corazón
risa blanca
mi corazón
el cielo en las manos
mi corazón
el atardecer atrapado.

Mi corazón
mar salvaje
mi corazón
vientos de viaje
mi corazón
la hora del baile
mi corazón
tesón incansable.

Yo no tengo bandera
porque tengo la esperanza en el pecho
y canto en la trinchera
porque la lucha es paz para el futuro verlo.

Yo no tengo bandera
porque tengo esperanza en el pecho
y canto en la lucha
porque la libertad late en mi fuero interno.

Mi corazón
los tiempos cambian
mi corazón
la revuelta
mi corazón
mis hermanos y amigos
mi corazón
la libertad es nuestra.

Mi corazón los tiempos cambian
mi corazón
la revuelta entera
mi corazón
mis hermanos y amigos
mi corazón
la libertad es nuestra.

lunes, 13 de enero de 2020

El sueño del fuego

Las arenas del desierto
han abrasado mi propia piel
y ya solo quedan heridas
para la muerte que me persigue
sin poderme coger.

En estas tierras lejanas,
desconocidas,
avanzo cada día
como si no hubiera mañana;
y hoy yo ya no soy mortal,
hoy ya yo seré un dios, una deidad.

La torre del silencio me cobija
y la soledad se abre paso
en mi ser,
soy lo que quise ser,
seré quien deba ser,
más allá,
siempre más allá,
donde ningún hombre haya estado jamás.

Cuando la vida me cobije,
furibunda ira contenida,
desataré toda mi fuerza
con el grito visceral del dolor,
y me libraré de mis pesadillas y mis demonios,
cuando me convierta en un dios.

Más allá que ningún mortal.
Iré más allá.

No hay patria, no hay hogar,
más que mi espada
y mi incansable caminar.

En esta soledad hallaré consuelo
y las arenas del desierto
recogerán mis restos,
seré sueño, seré tormento,
seré lo que deba ser,
soy lo que llevo dentro.

Paz y guerra,
luz y condena,
oscuridad y estela,
sucia y eterna cadena
que me ata a la tierra
que me ahoga y aprieta.

Cierra los ojos
ya no hay descanso,
solo un lento
caminar
por la sangre de los templos
caídos en el mísero olvido del tiempo.

Lo demás,
siempre más allá,
será descansar en el silencio
de las arenas del desierto.

jueves, 9 de enero de 2020

Las arenas del tiempo

El silencio de la inmensidad se abre paso a través de la soledad del desierto,
el mundo es un lugar inexplorado
y nosotros estamos aquí para ser
alguien en él.

La suerte y los dioses son para quien los necesita,
camino abre aquel que no tienen miedo.

Nadie llora por los mercenarios,
solo tienen su lanza,
nada más
y en esa ausencia
crece la valentía a una vida
sin más amo
que ellos mismos.

Veo en el destino algo tan certero
como un sueño premonitorio
de llegar más lejos que nadie,
donde nadie ha estado,
donde nadie ha sido,
solo torres de silencio que aullar sin voz
en la inmensidad del desierto
por toda la eternidad.

Esa es la soledad
recorrer ese camino en completa ausencia.


Las cimas están para alcanzarlas,
el resto es soñar.

miércoles, 8 de enero de 2020

Intro

Toi, tu dis que t´es bien sans moi
et qu´au fond de mes bras, il y fait trop froid.
Toi, tu dis que t´es bien, que t´es bien. que t´es bien sans moi
et moi, y a quelque chose qui fait que j´entends pas.
Toi, tu dis que t´es bien sans moi
et qu´au fond de mes bras il y fait trop froid.
Toi, tu dis que t´es bien sans moi
et moi y´a quelque chose qui fait que j´y crois pas.

Saez



Caminando por las vicisitudes de este mundo de niebla,
el humo se largó para no volver
y ahora las chimeneas arden en esta vorágine de llamas
mientras la tempestad ahí afuera se lo lleva todo
y la lluvia barre cada lágrima
que corrió por la mejilla ajena
que ya no sabe qué hacer.

Que sí,
que no,
que la guitarra todo lo rasguea
sin saber qué decir.

Porque sí,
porque no,
porque alguien podrá caminar,
y no seré yo.

La noche se ha perdido en un mundo de incertidumbres
y ya los dedos se dejan llevar
sin corregir nada
sin tratar de arreglar nada
sin tratar de mejorar nada
sin lograr nada
sin nada
sin nada
sin nada
que dejar entrever entre los puntos y comas
que desaparecen
como relojes de una contrarreloj
de un tiempo intempestivo que ya se marchó.

Nada.
No hay nada.

Ni fuerzas.
Ni ganas.

Ni paz en las mañanas
que ya no volverán,

que ya no volverán.

El caballero sin cabeza

Es el caballero sin cabeza
que anda por la vida dando vueltas
sin saber
muy bien
a dónde ir,
ahora es cuestión de mirar,
levantar la mirada
y contemplar
todo lo que se abre ante ti
y si por un azar del destino
el mundo se gira a soñar,
podremos tener la certeza
de que todo podría funcionar.

Es el caballero sin cabeza
un soñador con los pies en el cielo,
el suelo es para los realistas
y él camina por esta vida
con la certeza de hacerlo lo mejor posible
y con eso basta,
creedme,
con eso basta para que él pueda seguir.
Tropieza más veces de las que puede contar,
pero él seguirá
sin rendirse,
el amor es cosa de locos,
y él está más cuerdo que todos los sueños,
por eso cuando apuesta
juega a ganar,
y todo lo demás no importa,
porque lo demás valdrá
la pena
si él quiere,
creedme,
valdrá la pena si él quiere.

Es el caballero sin cabeza,
el loco soñador que camina por un mundo de cristales rotos,
y todo lo que importa es su avanzar
por campiñas floreadas y verdes colinas,
avanzando con su espada
para llegar más y más allá.

Es el caballero sin cabeza
que busca el amor
entre todos los sueños que rozó
con los dedos de la libertad.

Es el caballero sin cabeza
que encuentra el amor
entre la vida y la muerte
como un pobre demente que encuentra la paz.

Es el caballero sin cabeza
el seguidor de la libertad
y en esta vida que se forja
él todo lo podrá alcanzar.

Es el caballero sin cabeza
y todo lo demás no debería importar,
porque él es feliz,
y con eso basta, y con eso puede soñar.

Afinamos la esperanza

No tenemos el dinero, pero la esperanza.
Saez


En la noche de los tiempos
te encontré
tan pura como la noche
y supe que valía la pena sonreír,
que valía la pena sonreír.

Jugué a las escondidas con el destino
y llegué más allá,
siempre más allá;
y ahora podría soñar,
podría soñar,
¿y quién dice que no soñé?

En el mundo de los vivos todos somos cantos,
en el mundo de los muertos somos una oportunidad,
y cuenta hasta 10:
1,
2,
10,
y la esperanza se ha ganado el día,
y la noche se ha ganado la suerte,
podría soñar,
podría soñar,
podría soñar hasta marcharme a otro lugar.

La esperanza es lo que crees atrapar con los dedos,
mientras en las manos ya lo tienes todo,
y somos sombras jugando a ser luz,
somos luz jugando a ser sombras.

Creí en la magia,
y vencí,
creí en la magia,
y fui a por mí.

En la noche de los tiempos
todo lo tuve
y ahora camino sonriendo,
camino siendo feliz.

martes, 7 de enero de 2020

Ganamos

Ni nos doblegaron, ni nos vencieron.



Ni nos doblegaron, ni nos vencieron. Porque más de 80 años de silencio no es suficiente para callarnos. Y que aunque lo gritásemos bien bajo y en silencio, seguíamos llorando nuestras heridas y destilando odio hacia quienes nos hicieron eso. Que escupimos al pasar a los que siempre nos pisaron, sin saber que nuestro orgullo es más fuerte que cualquier castigo. Que no nos rendimos. Que nos mantuvimos firmes, que nos mantuvimos vivos por todos los muertos, por todos los desaparecidos; por todo el olvido que nos obligaron a tragar en miles de celdas de este país de oscuro castigo.

Pero que hoy nos levantamos, y avanzamos y no nos rendimos. Porque abrimos camino, los hijos, los nietos, los descendientes de los que fuimos. Que somos clase y somos pueblo y somos sueños y somos victoria y nada nos para, y nada nos detiene y nada nos volverá a hundir en esa derrota que nos grabaron a fuego en la piel.


* * *


Camina con el paso cuidadoso de las vidas que se escurren entre los dedos y el mundo entre los ríos de olvido. Que a pesar de todo lo vivido, sigue en pie, sin haberse rendido. Yo lo sé y ella lo sabe. Que como una imagen difusa yo me acerco a ella y le sonrío, la abrazo y le digo que lo conseguimos, que hemos vencido, que no nos hemos rendido. Como ella siempre nos ha enseñado. A seguir.

Yo la abrazo y le digo, que habrá justicia, que habrá memoria, que habrá recuerdos que no olvidar nunca y grabar en la piel, en la poesía, en el cielo, en el mundo. Que no dejaremos que este país se vuelva a callar, que no dejaremos que esta vida se vuelva a silenciar.

Yo la abrazo y ella sonríe. Con esa mirada de niña sonriente. Sonríe. Como siempre. Y sigue caminando por el pasillo.

Por nosotros. Por ellos.


* * *


Cuando el tiempo está difuso y yo me dejo inundar por las lágrimas, me imagino encuentros así, en un pasado irreal que hacer más etéreo y firme que cualquier recuerdo que resucitar, con los dedos. Porque el tiempo es nuestro mayor aliado y la memoria se afianza y se endurece a medida que pasa. Y nosotros, sueños, somos tan reales como cualquier vida que se pueda plasmar en papel.

Cuando pasa eso, yo me dejo llevar por el tiempo y por el recuerdo, agarro el lápiz y el papel, y me dejo escapar entre los rincones de los versos, los abrazos y los besos
de buenas noches
en un quinto piso
con Monte Alto en el pecho.

Y ella sonríe.
Como siempre.
Sonríe hasta iluminar el cielo.

Y yo le digo que lo conseguimos. Que nuestros sueños vencieron. Por fin.


Gracias por todo.

Gracias por seguir.

Gracias por hacerme feliz.

lunes, 6 de enero de 2020

Cuchillos sintetizados para morder el polvo

Nos prometían luceros del alba
y solo encontramos rastros de soledad,
perdimos la cuenta a las cartas
y ya los dados se quedaron estáticos
sin poder girar,
¿dónde está la paz?
¿dónde está la gloria?
Solo un mundo en ruinas que nos devora
incapaz, como somos, de escapar
a ninguna parte,
y así,
tan rampantes,
nos dejamos llevar por la sucia vorágine
devoradora
como la noche, como las sombras,
como los futuros que se aferran a nosotros
y nos ahogan,
hasta dejarnos sin aire.

Supimos saltar al vacío
y tropezamos con los sueños rotos,
nos herimos más veces de las que pudimos contar
a nosotros
mismos
y así,
sin saberlo
supimos caer más alto que nadie,
para tropezar
con el destino
en un desierto miserable
que lo arrasa todo a su paso,
como encuentros salvajes que nos devoran
por dentro,
dejando regueros rotos
de cristales y añicos,
pedazos y trozos
de esperanzas que ya no tienen a donde huir,
a donde escapar
cuando ya no haya ni gloria, ni paz.

Sonreímos con tristeza
conscientes de que el camino se terminaba,
y ahí
cuando no queda nada
es cuando ya resulta imposible
avanzar
o retroceder,
creer que lo podemos hacer,
fingir que nos podemos domar,
asumir que muertos
y desangrados,
acunaremos con nuestros dedos
los instantes certeros
que todo lo consumieron
hasta no dejar nada,
nada
que podamos apreciar
más allá de las cenizas.

Nos prometían vidas irrealizables
y como un baile
de luz
tratamos de aferrarnos a las sombras,
heridas de nuestras voces remotas,
cicatrices ignominiosas
que es mejor no nombrar
para no atormentar más
a nuestros demonios,
a nuestros fantasmas,
a nuestras tristes y patéticas miradas
que nos persiguen entre el tabaco de la madrugada.

Porque ya no queda nada...
porque ya no queda nada.

viernes, 3 de enero de 2020

Me desperté de mis sueños y solo sonreí porque te iba a ver fuera de ellos

Entre los recovecos de la vida te encontré
tan pura
como los sueños en un atardecer.

Te vi,
tras la cortina de luz
y ahí solo pude volar
con creerme infinito en la eternidad del presente.

Solamente,
caminé
ciego,
seguro,
sin miedo,
tranquilo al saberme entre tus dedos,
salvaje al beber de tus besos,
onírico al perderme por tu cuerpo,
valiente, cobarde, pequeño, inmenso, en ti,
en tu mirada,
en la plenitud de tus palabras
que me atesoran como si no hubiera mañana,
que me reconfortan como si la paz llegara,
que me acunan como cuando la luna asoma.

Si el futuro es vida, el presente es viaje,
y este yo quiero que me lleve a cualquier parte
contigo
de la mano,
la mochila
en la espalda,
y un mapa sin rumbo
por las rutas inexploradas
que me sé de memoria por tu cuello, tus piernas, tu espalda;
como si todo lo demás no importara
y solo fuésemos tú y yo tumbados en la almohada de seda
que hacemos perdiéndonos allá
donde se unen el cielo y el agua,
salada y dulce
como el día a día
tras la niebla de arena y salitre
que es tu vigilia iluminada tras tus fantasías que reviven
una y otra vez en nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestro ser,
fundiéndonos en un eterno amor de viaje tras el que ver
la libertad de tu mano,
las alas en la espalda
y las ganas de saltar
siempre, siempre, como si no hubiera tempestad en este tumultuoso mar de madrugada
que somos los dos
cuando ni el tiempo, ni los miedos, ni nada,
nos ganan,
solo el deseo de ser dos almas entrelazadas
acariciando el mundo
con nuestros sueños y versos hechos escudo y espada
en esta indomable ciudad que es nuestra trinchera de corazones cuando todo lo demás falla.

Cuando todo lo demás falla.

Menos nosotros surcando la vida a las cuatro cuarenta y cuatro de la mañana.




Con sonrisas, con gracias,
pequeña Auri
que todo lo cuida
como si nada,
como si nada más importara.