viernes, 31 de enero de 2020

La danza

Julio, 1983.

Llovía profusamente. La bruma cubría todo y el bosque era un manto de oscuridad palpable del que resultaba imposible huir. Avanzaba a tientas, tratando de aferrarme a algo reconocible que me permitiera encontrar el camino de vuelta a la pequeña casita marinera en la que pasábamos mis amigos y yo las vacaciones de verano. De vez en cuando tropezaba, decidí que ante esa insondable negrura era mejor encender la linterna. Un vaporoso haz de luz difusa cruzó la espesa noche en un instante. Las sombras danzaban a mi alrededor, inestables, mientras me afanaba en mantener la calma para lograr orientarme correctamente. Grité en vano llamando por mis amigos. No me escuchaban. Estaba más perdido de lo que creía. Temeroso seguí caminando.

* * *

Ese verano mis amigos y yo habíamos decidido ir a la casa que tenía Miguel en un pequeño pueblito marinero de la Costa da Morte, en Galicia. No me malinterpretéis, no nos autoinvitamos, la propuesta surgió del propio Miguel, se sobreentiende, pero aún así mejor aclarar. 
Pasábamos las mañanas durmiendo y explorando los alrededores. A la hora de comer bajábamos a las playas desiertas. Por aquella época el pueblo era prácticamente un rincón desconocido cuyo único atractivo era la Ermita da Roca de Balar. A día de hoy sigue igual, pero mucho más masificada. Cuando nosotros íbamos solo estaba el cura, un par de familias de pescadores y el habitual grupo de beatas que pueblan estos grises parajes que son la España fervorosamente católica y temerosa de Dios.
Tonterías para cualquiera. Y más para unos chavales que no tenían otra preocupación que correr detrás de las olas, surcar en lancha la Ría y gastar las últimas horas de la tarde pescando en el puerto. Ajenos al correr del tiempo y a cuantos avisos este se preocupara por notificarnos una y otra vez. 
La libertad del verano pronto se acabaría. Y con él nuestra más tierna juventud.
Puede que por eso lleváramos a cabo esa especie de ritual iniciático que unánimemente decidimos hacer esa noche.

Cuanto más caminaba, más seguro estaba de que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba. Los pies se me hundían en el fango y el crujir de los pinos se intensificaba a medida que el viento soplaba con mayor intensidad. En esos parajes atlánticos salvajes, la salitre lo arrasa todo, es por eso que solo los pinos logran abrirse paso en ese indómito y recóndito ambiente, mostrando toda su fiereza ante un clima hostil que se pierde entre la bruma, la humedad y la ácidad erosividad del aire y el suelo. De repente escuché un ruido y me detuve en seco. Traté de perforar la insondable oscuridad con mi linterna, pero sobre mí se abría la inmensidad de las sombras. Me mantuve quieto y callado por unos largos minutos que para mí resultaron ser horas. Mis sienes palpitaban ante mi desbocado corazón. Nada rompía el salvaje silencio del viento indomable, y aún así, yo estaba completamente seguro de haber escuchado algo. Me sacudí la cabeza, me abroché firmemente el abrigo y continué mi camino en busca de mis amigos.

El ritual podía parecer una tontería para cualquiera, pero en ese mundo de leyendas y supersticiones que son los pueblos perdidos en la Galicia profunda, no era un tema para tomarse a broma. Teníamos que entrar en un cementerio, los cinco, y allí llevar a cabo la invocación de las almas. En cada lugar recibe un nombre. Ya sabéis, ese sistema por el cual llamas a los muertos y tratas de encender cualquier atisbo de la chispa de la vida, para que desde el más allá te respondan y se arremolinen en torno a tus peticiones. Se crea así una conexión de energías místicas y viscerales que durante unos instantes conectan el mundo de los vivos y los muertos y te llevan más allá. Al mundo de los adultos. Del miedo a la muerte. De la certeza de la vida. De la constancia del tiempo. Un rito más de iniciación para los jóvenes que deben convertirse en hombres. Una tontería sí, pero una tontería con una gran carga simbólica.
Y allí estábamos, en el cementerio del pueblo, rodeados de cruces, lápidas y pequeños mausoleos de alguna pequeña, pero acaudalada, familia que se había podido costear un poco más que un puñado de piedras y mármoles con el que poder erigirse monumentos a la fugacidad de la existencia y hacerse eternos por los tiempos de los tiempos, al menos hasta que todo lo barriese este viento salvaje del Atlántico que nada deja tras de sí. Nos situamos en un círculo en un pequeño claro del cementerio, la luna llena bañaba el cielo y su relente nos cobijaba. O eso creíamos. Entrelazamos nuestras manos y sin intercambiar palabras, dimos inicio al ritual. De pronto todo cobró forma, el mundo giró alrededor de nosotros, el viento se detuvo, el cielo se iluminó y desaparecimos fugazmente de ese plano existencial. El mundo astral se abría ante nosotros, la inmensidad del tiempo y el espacio en nuestras manos. Sentimos calor, frío, fiebre y escalofríos. Nos sentimos inmortales y mínimos, gigantes y patéticos. Éramos invencibles y al mismo tiempo unos críos. Nuestras venas bombeaban a un ritmo galopante y sonidos de ultratumba llegaban a nuestros oídos. El viento que antes se había detenido ahora se colaba por todos y cada uno de los poros de nuestros cuerpos y nos hacían volar, entrando por ellos y saliendo por nuestros ojos. Nuestras miradas ardían. Los pechos se desbocaban. Estábamos como en trance incapaces de articular palabras, pero embistiéndonos contra la realidad como bestias enfurecidas y bravas. Saltábamos y nos sentábamos. Nos tumbábamos y nos retorcíamos. Las convulsiones nos catapultaban de un lugar a otro. Caíamos y flotábamos. Nos desgarrábamos y nos mordíamos. Era todo una infatigable danza macabra de muertos en la que no parecía tener nunca fin nada. Y cuando ya el fuego nos devoraba las entrañas y semejaban no tener vuelta atrás, de repente, nos desplomamos de esos entes que habíamos sido durante días, semanas, meses y años, y en un instante volvimos atrás, y estábamos de nuevo en el comienzo, una vez llegado el final. Todo estaba igual, el cementerio, la luna brillante, el viento en calma, la tibia calidez de la noche Atlántica. Miramos nuestros relojes, en silencio, apenas habían pasado unos minutos desde que nos habíamos sentado y diéramos por iniciado el ritual. Extrañados no dijimos nada. No había nada qué decir. Todos comprendimos lo vivido. Nos levantamos, y nos dirigimos a casa.

Durante días nadie habló de lo sucedido, pero una noche Miguel desapareció. Tratamos de buscarlo desesperadamente, pero al tercer amanecer comprendimos que no volvería.

El proceso se repitió. Uno por uno. Todos fueron desapareciendo. 
El último que quedaba fui yo. Ahí comprendí que tenía qué hacer algo. Algo más que buscarlos.
Cogí mi linterna y me armé de valor. Dejé la casa atrás. El calor. La seguridad. Y me adentré en lo más recóndito del bosque. En lo desconocido.

* * *

Llovía profusamente. La bruma cubría todo y el bosque era un manto de oscuridad palpable del que resultaba imposible huir. Avanzaba a tientas, tratando de aferrarme a algo reconocible que me permitiera encontrar el camino de vuelta a la pequeña cabaña marinera que durante este verano se había convertido para mí y para mis amigos en nuestro refugio y hogar. De vez en cuando tropezaba, decidí que ante esa insondable negrura era mejor encender la linterna. Un vaporoso haz de luz difusa cruzó la espesa noche en un instante. Las sombras danzaban a mi alrededor, inestables, mientras me afanaba en mantener la calma para lograr orientarme correctamente. Grité en vano llamando por mis amigos. No me escuchaban. Nadie me escuchaba. Estaba solo. Y claramente estaba más perdido de lo que creía.
Temeroso seguí caminando.

* * *

Pasadas varias horas comencé a inquietarme, mi reloj marcaba ya las 7 de la mañana, hacía ya más de una hora que los primeros rayos de sol debían haber cruzado el alba y a esas alturas la luz debería ser nítida y palpable, al menos lo suficiente como para que pudiese atravesar la bóveda que conformaban las copas de los árboles de ese impenetrable bosque. Y a pesar de ello, nada, total y absoluta oscuridad. No comprendía nada. 

De repente, volví a escuchar un ruido, esta vez nítido, un lamento, un murmullo lejano, una especie de letanía. Como pude me refugié tras un árbol en dirección contraria a la dirección del sonido. Contuve la respiración. Un canto uniforme disonante iba cobrando forma y envolviendo todos los rincones del bosque a su paso. Mi pecho galopaba, la sangre me borbotaba bajo la piel. Un escalofrío desgarrador me recorrió desde los pies hasta la nuca, conscientes de lo que estaba presenciando. El farol que portaba la primera de la larga hilera de siluetas no daba pie a errores. Los dientes me claqueaban, las piernas me fallaban. Incapaz y tembloroso apagué desesperadamente como pude mi linterna, rezando, irónicamente, por que no me vieran. Sabía qué tenía ante mí; y el terror se apoderó de todos y cada uno de los pedazos enteros que quedaban de mi malherida carcasa temblorosa que era el envoltorio que cubría mi alma.

Dicen que en las noches de muertos una hilera de almas en pena recorren los pueblos de Galicia para llevarse a las vidas que ya se han apagado, guiándolas en el viaje sin regreso. Transeúntes entre este mundo y el otro. Expertos conocedores de los entresijos de la mistérica existencia. Hábiles viajeros que todo se llevan y nada dejan. Cuando te cruzas con ellos solo puedes rezar por quedarte quieto, contener la respiración y que no te vean. No te acerques a cruceiros, los frecuentan. No te acerques a su luz, no habrá regreso ni vuelta. No pronuncies su nombre en vano, lo detectan. No hay forma de huir. No hay forma de escapar. Solo quedarse quieto, en silencio y rezar. rezar. rezar. para que no sepan dónde estás.

La Santa Compaña continuaba su fúnebre caminar entre los árboles. Sus facciones eran irreconocibles bajo las capuchas y la inestable candidez del débil farol era incapaz de dotar de vida al negro rostro que se perfilaba fantasmagoricamente bajo el velo que guiaba la procesión. La letanía arañaba los árboles, haciéndolos sangrar. El viento, incapaz de alterar los hábitos, discurría entre las siluetas, arrastrando tras de sí un fétido olor que recordaba vagamente a papel quemado y flores en descomposición. A su paso, el lento y penitente miserere reverberaba en todos las paredes del bosque, devolviendo ecos distantes y distorsionados que traspasaban mi mente. Eran notas graves y agudas, disonantes y estridentes. Un llanto constante de palabras de ultratumba que resultaban inconcebibles e incomprensibles, imposibles de percibir por el oído humano, pero que traspasaban la piel y se colaban directamente en el pecho, donde se reproducían una y otra vez, provocando un alterado palpitar que desataba la ansiedad que se apelmazaba en mi mente, en mi ser. Me estaba volviendo loco ahí quieto y mis pies me gritaban una y otra vez que corriese, que escapase, que no había otra salida que huir desesperadamente.

Poco a poco la hilera se iba alejando, llevando tras de sí decenas, centenares de fantasmales siluetas que se perpetuaban hasta el infinito. A cada metro que recorrían más larga parecía la fila de muertos que arrastraban. Me aterroricé todavía más cuando reconocí entre esas almas en pena a mis amigos, caminaban en trance, volátiles, difusos, como si a cada paso que dieran abandonaran cada vez más este mundo y se adentraran en las tinieblas de una existencia de condena por los siglos de los siglos. Los fantasmas se arremolinaban en torno a ellos y se filtraban por sus ojos y oídos, sus manos se fundían y de sus bocas salían ríos de hálitos y vaho que parecían provenir de sus mismas entrañas, mientras los fantasmas las sorbían y estallaban en pedazos arremolinándose en torno a las incandescentes velas que flotaban de repente alrededor de la marcha fúnebre.

Todo el espectáculo era macabro y yo ya no podía más. Me había orinado encima, me había mordido la lengua con el incontenible castañear de los dientes y las convulsiones de mi cuerpo me habían dejado agotado en un cuerpo que no lograba ya soportar más contracciones y escalofríos. Me dispuse a salir corriendo. Aterrorizado. Espantado. Incapaz de hacer nada ya por mis difuntos amigos. Y consciente de que sería el siguiente que pasaría a integrar esa eterna fila sin final.
Pero cuando intenté mover los pies, estos no me respondieron. Sin saber cómo, comencé a hundirme entre las raíces de los árboles y las ramas serpenteaban entorno mía. El cielo estalló en una llama de claridad. ¡Mi salvación! ¡El día! Mas solo fue un instante. La oscuridad volvió a ser absoluta y por mis cegados ojos comenzaron a pasar incandescentes destellos saeteados de amarillos, rojos y verdes. Las estridencias del llanto mortuorio se colaba por mis oídos y me taladraba el cerebro. Escuchaba ladridos del infierno. Gruñidos. Arañazos en los troncos. Venían a por mí. Los perros del infierno venían a por mí. Unas fauces lobunas aparecieron ante mi rostro. Dos ardientes ojos me penetraron hasta lo más hondo de mi pecho y comencé a vomitar. Sangre. Sangre por todas partes. Mis dedos sangraban. Mis oídos sangraban. Mi nariz sangraba. Sin saber cómo me convertí en un cúmulo de heces, sangre y vómitos que rezumaban por los retazos de mi ser. Manos salían del suelo tratando de aferrarse a mí. Torturas inhumanas se proyectaban en el cielo como autómatas que repetían una y otra vez el mismo movimiento en un ilusorio baile de máscaras sin final. Desquiciado y desesperado como me encontraba había olvidado por completo a la Santa Compaña y cuando me quise dar cuenta estaba frente a mí su líder. El farol me alumbraba directamente. Pero la negrura seguía siendo insondable en ese rostro. Parecía como si las tinieblas se arremolinasen en torno a él y lo siguiesen en cada movimiento. Sonrió. Algo en lo más oscuro y profundo de mi corazón me lo dijo. Tenía esa certeza. Me estaba sonriendo. Una fantasmal mano informe, volátil e impronunciable se acercó a mí y me acarició la mejilla desgarrándome la piel a su paso. Se llevó la mano a su rostro y de un firme manotazo, como una mano diestra limpiando el polvo de un pequeño tesoro que quieres conservar por toda la eternidad, se apartó las sombras que cubrían su rostro. Un grito ahogado salió de mi pecho. Mi voz no me respondía. Aunque a esas alturas ya todo me daba igual. Un rostro vacío me sonreía. No había nada. Ni boca. Ni nariz. Ni nada reconocible. Solo una informe masa de vacío que configuraban unas cuencas llenas de arena que caía de forma constante y consecuente. Las campanadas de la Iglesia repiqueteaban, el mar se embravecía y el viento me arañaba con una fiereza inusitada los pocos restos que quedaban de mis tímpanos. Un frenesí inconmensurable de locura salvaje se destejía ante mis aterrados ojos. La mano informe entró por mi boca y comenzó a desnudarme hasta dejarme hecho un ovillo de inseguridades. Todos mis miedos, dolores, pesadillas y terrores infantiles yacían inertes ante mí, conscientes de que se levantarían una última vez para matarme definitivamente. Ya solo quedaba una carcasa inerte de mí mismo, dispuesta a llenarse de fatídico y fantasmal destino, incapaz de hacer nada por evitar el mismo final que mis amigos. La eternidad era una palabra en mis manos y ya solo el tiempo podría salvarme de morir en vida por siempre jamás. Mi cuerpo se diluía. Mis manos se esfumaban, y una velada e incorpórea fugacidad transparentaba opacamente todo lo que antes había sido mi ser. Lloraba, gritaba, moría, suplicaba y nada pasaba. Nada pasaba. Nada podía salvarme. Nada podía consolarme de esas macabra barbaridad que estaba viviendo en una disonante y estridente pesadilla de la que resultaba imposible salir. Los rostros fantasmales sonrieron lobunamente dejando translucir unos ojos ardientes y todo comenzó a girar en un vertiginoso remolino de formas informes, siluetas fantasmales y ponzoñosas cicatrices que nunca curarían. La sangre desbordaba mis ojos y el lodo y las heces se deslizaban por mis labios incapaz de contener las continuas arcadas que me producía la mera existencia en ese eterno instante. De repente, el remolino me cercó y envolvió hasta arañarme, desgarrarme y despedazarme en su frenético frenesí aterrador.

Todo estalló.

El blanco lo bañó todo.

Un cegador e infinito blanco.

Indescriptible.

Solo blanco.

Todo estalló.

Y ya no hubo nada.


* * *

* * *

* * *


Me desperté y abrí los ojos.

Estaba sentado. Estábamos sentados. Todos. Yo y mis amigos. En el lugar exacto en el que estábamos cuando todo comenzó en el cementerio. Permanecimos quietos sin movernos ni articular palabra hasta que amaneció.

Cuando el sol estuvo ya en lo más alto nos atrevimos a movernos. Nos dirigimos a casa. Arrastrando nuestros pasos.

El tiempo había sido eterno durante esos instantes en que todo ocurrió. Los relojes apenas se habían movido un par de minutos desde la última vez que los habíamos mirado antes de esa pesadilla.

Apenas un par de minutos, para toda una vida.

Ese día dormimos, y el siguiente, y el siguiente.

Tres días después nos sentamos a desayunar. Sin decir nada todos comprendimos lo que había pasado. El tiempo había dejado de ser eterno para nosotros y ahora solo quedaba la certeza constante del final. Habíamos dado el paso. El ritual se había cumplido. Quedaba asimilarlo y aprender a vivir con esa cuenta atrás.
Solo restaba,
después de todo,
madurar.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho tu estilo de escritura, y estoy seguro que no será el último post que lea de tu blog. Podríamos, si quieres, hacer un relato a cuatro manos o alguna colaboración. ¡Nos leemos!

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