domingo, 10 de noviembre de 2013

El último día del verano

El mar reluce al fondo reflejando rayos que juguetean con las olas creando luminosidades irreales de tonalidades turquesas con toques de rubíes.
Desde tierra la observo. Ella está allí, sentada al final del muelle con los pies colgando en un débil balanceo. El sol poniéndose en el horizonte recorta su silueta y la rodea fundiéndola en una neblina de irrealidad.
Mi primera reacción es acercarme a ella, pero mi miedo a que esa mágica escena se volatilice hace que permanezca inmóvil durante unos instantes que se me antojan una eternidad. Finalmente, armándome de valor decido ir a su encuentro.
A medida que avanzo su contorno comienza a definirse permitiéndome observarla con mayor detenimiento. Me aproximo a ella mientras mis pasos resuenan en la madera crujiendo. A pesar del ruido ella no se mueve y continua en su ensimismamiento del que solo parece salir cuando me siento a su lado al final del muelle.
-Al final has venido- dice en un tímido susurro sin dejar de contemplar el mar.
-¿Cómo no iba a venir? Es el último día del verano…- yo tampoco dejo de mirar al frente.
Ella afirma con un leve movimiento de la cabeza y murmura. –Es cierto…-
Es verdad, es el último día del verano y eso se nota. Se respira en el aire una especie de morriña propia de finales de verano que se impregna en todos y cada uno de los elementos del paisaje. En unos días todo se acabará, la rutina regresará inevitablemente a uno y la magia del verano desaparecerá para pasar a vivir solamente en la memoria.
-¿Recuerdas el primer día del verano? Vinimos aquí con todos a bañarnos y a pescar y tú te caíste con todo, móvil incluido- esta vez se gira para mirarme y me dedica una sonrisa tímida pero pícara.
-No me caí, me tiraron y lo sabes- ahora soy yo el que sonríe acusatoriamente.
-No fue intencionado, simplemente tropecé con Sara. Fue un accidente-.
-Un accidente. Ya… Claro… No te lo crees ni tú-.

Las sonrisas cobran fuerza y se transforman en carcajadas; al principio fuertes, luego relajadas, hasta que poco a poco van perdiendo fuerza y se impone el silencio. Un silencio en el que hay una complicidad que se aprecia en el juego de miradas que existe entre nosotros.
La calidez del atardecer y la magia del verano se respira en toda ella.
Viste sencillo, acorde con su personalidad, sin más adorno que una trenza de cuero que cae entrelazada entre algunos de sus mechones azabaches que le caen suavemente a la altura del hombro. Al final de esta, colgando, hay una pequeña caracola perlada con fulgurantes y vivos tonos amarillos. Guiado por la trenza, hipnotizado por unos instantes, observo detenidamente una translúcida camiseta verde que le cae holgada y permite dilucidar unos pequeños, pero turgentes pechos que serían la fantasía de cualquiera. Su risa me despierta de mi hipnotismo y sonrojado bajo la mirada, lo que permite detenerme en sus short color vaquero de los cuales cuelgan unos pequeños flecos. Situadas al lado de su muñeca, en la que reluce una pequeña pulsera con un fragmento de nácar, hay unas pequeñas sandalias perfectamente alineadas.
Otra vez su risa, su mágica risa capaz de hechizarme durante horas. La miro atraído por su canto de sirena y veo como me sonríe tímidamente. El sol del verano ha coloreado su habitual pálida piel y ahora presenta un agradable moreno poco frecuente en ella que no hace sino embellecer sus grandes y profundos ojos negros, perdición de héroes e imperios. Ojos amables y tiernos, pero capaces de transmitir una fuerza que parece ajena a ese frágil y escultórico cuerpo, y en cambio son el eje de una profunda mirada rebelde y combativa que no comprende las miserias del mundo.
Cuando se ríe sus pendientes, unos simples aros grandes, bailan al viento; los mechones de su flequillo danzan sobre su frente y sus ojos, y su pequeña nariz se arruga ligeramente para juguetear con las pecas que la cubren a esta y a sus mejillas. Toda ella es una harmonía constante, una belleza que parece salida de las más hermosas obras de arte.
-¿Qué miras tan concentrado?- comenta otra vez de forma pícara.
-A ti- le respondo con tono cómplice.
-Tonto- me mira sonrojada, sin poder evitar una pequeña sonrisa, para luego mirar de nuevo hacia el horizonte.
Lucía es tímida, eso nunca hay que olvidarlo, aunque la verdad es que yo tampoco me quedo corto, a pesar de que muchas veces, de forma inconsciente, tiendo a tomar las riendas de la conversación; no así hoy. Toda ella es calidez y ternura velada por una cortina de timidez que la protege de un mundo cruel y cargado de incongruencias. Cada una de sus palabras son caricias en el alma arrulladas por la dulzura de su voz. Hay muy pocas personas que tengan un corazón tan puro, y Lucía es una de ellas. Su fidelidad y bondad solo son equiparables a su curiosidad. Su belleza, así, no se limita solo a lo físico, pues su personalidad es transparente y hechizante. Ella es un ángel reencarnado en el cuerpo de una muchacha maravillosa.
-¿Sabes? Me gustan las puestas de sol. Son preciosas.- Intrigado me giro mirándola. Ella me sonríe y continúa.
-Solo en el atardecer eres capaz de apreciar toda la esencia del día. Es en ese instante de máxima transparencia cuando descubres la magia del horizonte. Por eso me gustan las personas que solo son transparentes cuando las conoces completamente, que solo sacan a relucir su esencia tras un largo camino junto a ellas. Es ahí cuando descubres su magia-. Tras decir esto se queda callada, con la vista puesta en el horizonte. Durante unos minutos reina un silencio solamente roto por las pequeñas olas que chocan contra el muelle. Yo no se que decir así que me limito a observarla. Hay algo en su mirada que me cautiva, es como si en sus ojos brillase, desde hace un rato, una chispa que no se encendía en mucho tiempo. Su mirada, dirigida al frente, es más decidida que nunca.

-Es por eso que solo comparto un atardecer con personas en las que existe ese hechizo en su interior. Me gusta tu magia, Borja, lo supe desde el primer día-.  Ante esa afirmación solo atino a quedarme boquiabierto, incapaz de reaccionar a lo que acababa de escuchar. Ella entonces me mira y sonrojada, pero decidida, se acerca lentamente hacia mi, pero sin pausa hasta que roza con sus labios los míos. Es en ese instante, con los últimos rayos veraniegos del sol como escenario y el mar como orquesta, cuando nuestros labios se funden.