Senderos en la noche que devoran
todo a nuestro paso, mientras el tiempo se nos descompone entre los dedos. La vida discurre frente a los relojes derretidos y los túneles de tinieblas
nos recuerdan
que hemos llegado aquí en base a nuestras propias decisiones,
crueles disquisiciones que nos revuelcan por el lodo
como si hubiese respuesta para nuestras preguntas sordas lanzadas al aire.
El viento nos trae el silencio
y nosotros ahora miramos desde los puentes
que tendimos y entre ruinas que ahora solo son astillas y hierros.
Somos los lamentos que lanzamos en los miradores
conscientes de que no habría eco que trajera lo que se nos difumina por dentro.
El mar es solo un sentimiento,
una constante que observamos incapaces de romper más espejos
pues la suerte se ha marchado para no volver.
Y mis pasos me llevan por Monte Alto
mientras escribo sentado en un octavo piso del Calvario,
y observo el Duero desde los miradores y veo puentes y veo rostros que ya no veo,
y en el Castro el frío envolviendo la piel y la noche cayendo sobre la Ría y el puerto.
Y yo veo todo eso,
y escribo sabiendo
que ya no me quedan oportunidades ni tiempo,
todo ardió por cumplir mis deseos,
y si miro por la ventana solo veo el mundo resquebrajándose entero.
Mientras yo sonrío.
Muriendo.
Consciente de que si yo no brillo
no habrá quien ilumine mi entierro.
Qué bonito es jugar a las sombras haciendo equilibrios para evitar que toda una vida se derrumbe. Mantenerme en la cuerda floja, mirando a los ojos al vacío, sosteniendo en pie una vida,
la mía.
Y el resto... las llamas del infierno ardiendo.
Grabadas a fuego en el pecho.
Tatuando todo lo malo y todo lo bueno.
Para nunca olvidarme quién soy y de dónde vengo.
Juguemos a las llamas mientras aún podamos quemarnos los sentimientos.