miércoles, 7 de noviembre de 2018

En la villa de los crepúsculos seguimos viendo durante 358 días el atardecer mientras comemos helados





A veces solo nos queda sentarnos en la línea del horizonte y asumir quienes somos, bajo luces y sombras, buscando nuestro lugar en este efímero mundo en el que pesan más unas palabras que mil imágenes; con la idea de volver a ser nosotros mientras perdemos los destellos del atardecer entre los resquicios de nuestros sueños. Volutas de humo que desaparecen en la mañana, volátiles fantasías que se fugarán hasta ese sitio en el que escribir la palabra esperanza en un muro no sea delito fuera de nuestro corazón.

En tiempos de guerra la piedad es la mayor de las virtudes; por eso me observo hacia dentro y solo veo un campo en ruinas al que da miedo mirar. Olvidamos tantas veces tener piedad de nosotros mismos que nos perdimos en espirales de desastres que no logramos controlar, por más que quisiéramos.

Creo que el viento no intenta hacer otra cosa que susurrarnos senderos; de ahí mi teoría de que los escalofríos son el miedo que sentimos ante el sobrecogedor abismo que es todo lo que desconocemos en este universo de saltos al vacío. Aspirar a construir una realidad con los reflejos del mar y el cielo es un acto de pura valentía.

Solo nos queda sentarnos a ver el tiempo girar en un laberinto constante sin final. Todos; menos nosotros, en esta torre del reloj; escuchamos el tik tak, pero ya supimos que aquí la caída no nos indicaba el lugar; solo nos insinuaba que el holograma de la vida empezaba a fallar, y no nos dimos cuenta hasta que el helado, una vez más,
volvía a gotear.

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