lunes, 31 de diciembre de 2018

Mientras lloraba creí que te perdería

2018 es el año de la muerte, de las despedidas.

De decir adiós a todo lo que era y crecer. Es el año de la muerte de la infancia y la adolescencia, la muerte de la primera juventud. Todo lo que tenía se ha ido y ahora solo queda seguir, de nuevo, vacío.

No hay vuelta atrás ni segundas oportunidades, el pasado no se puede cambiar y nosotros solo podemos asumir esta premisa y caminar el camino que nos toca recorrer, sin arrepentirnos.



El dolor me devora por dentro, con su hambre lobuna y sus fauces de hielo, arrancando poco a poco y a tiras los rincones del corazón hasta que solo queda un espacio vacío, inerte y hecho trizas. Después, un yermo páramo desértico en el que resulta imposible aferrarse a nada. Un tétrico reguero de cenizas del que resulta imposible huir. Como un tributo a pagar cuando ya no queda nada para destruirse.

Que cruel puede resultar la injusticia de un mundo que no es justo y lágrimas y lágrimas que derramar hasta quedarse seco, como un cenicero de cristal hecho añicos y del que tras caer solo quedan eso, polvo y cortes con los que hacer sangrar los dedos.

La mirada triste, pidiendo auxilio, ayuda, solución, tratando de mantenerse a flote en una tormenta de dolor.
La respiración jadeante y la impotencia de no saber qué hacer, de no tener solución, de buscar desesperados una cura contra lo desconocido, contra el tiempo del reloj de arena que actúa sin ningún tipo de compasión.
La mirada triste, agradecida, de haber hecho lo mejor, siempre lo mejor, por y para los demás, como ella, siempre por y para los demás. Agradecida, consciente de que lo hemos intentado todo, ella sabe que lo hemos intentado todo y nos perdona por nadie haber logrado encontrar una solución. Porque no la había. Y ella lo sabe. Y nos mira sonriente y agradecida, como siempre nos ha mirado mientras vivía.

¿Cuánto dolor cabe en un adiós? Y lágrimas y lágrimas que derramar de impotencia, de desesperación. Qué solos nos podemos quedar en un instante, y qué vacíos.
Ojalá poder volver al pasado y cambiarlo, ojalá tener soluciones, ojalá ser todopoderosos. Pero nada de eso sirve ni importa, solo somos frágiles seres tratando de patalear hacia la orilla de la existencia,
y nosotros no lo sabíamos
pero presagiaban tormentas.

Y no nos dimos cuenta del naufragio hasta que ya estábamos a la deriva sin velas ni remos.

Pero ella nos mira, sonriente y agradecida, mientras le acariciamos la barriga -como a ella le gusta- y nos dice que hicimos todo lo habido y por haber, que ha llegado su tiempo y que lo siente mucho, pero que tenemos que aprender a decir adiós nosotros solos.

Siempre solos. Es imposible decir adiós del todo en compañía, alivia, pero hasta que uno mismo no lo ha logrado, no cura.

Y ella nos lo hace ver, sonriente y agradecida, y se va;
frágil, feliz y viva
siempre en nuestros corazones,
por muy usada que esté la frase
por muy coletilla que parezca,
es la verdad,
la única verdad eterna que hay en este mundo de idas y venidas, de muerte y vida,
y sabiendo eso
para decir adiós
bastaría.

Mientras tanto está ella ahí,
feliz, radiante, agradecida,
los ojos de luz
la sonrisa de vida
y las ganas de seguir,
para que siempre resistir sea poesía.

Trufa,
-como decía Elvira-
a los perros buenos no les pasan cosas malas,
porque en mi alma serás siempre mi perra ovejera que ladra contenta y me guía.


Te quiero.

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