El verano. Días de fiestas continuas, de pachangas constantes y sueños perennes en los que perderse a orillas de un atardecer.
El verano. Días de romances fugaces, de caricias y abrazos ajenos al mundo. Días de miradas cómplices, de secretos susurrados al oído y besos callados bajo el ruido de una ducha siempre caliente.
El verano. Días de pandillas bajo el sol del solpor, de bailes, de borracheras y de amistades en pantalón corto y sandalias.
El verano. Días de latas de cerveza en mano, de helados compartidos en las plazas de los pueblos y de mantos permanentes de cáscaras de pipas sobre los que sentarse.
El verano. Días de ritmos acelerados, de sensaciones a flor de piel y sentimientos en constante ebullición. Días de desenfreno, desenfado y desinhibición. Días de alegrías, risas y carcajadas. Días de evasión, fantasías y sueños. Días de una vida perfecta lejos de las rutinas, los horarios y calendarios.
El verano. Días de vivir al límite, alcanzarlo y superarlo con estilo; riéndose, si es necesario, hasta de tu propia sombra y con la máxima de mirar la vida por encima del hombro.
Porque siempre habrá inviernos para llorar los posibles errores cometidos en verano; porque siempre habrá tardes de lluvia en los que lamentarse de las caídas bajo el sol; y porque ya habrá días en los que rallarse por los patinazos en la arena.
Pero hoy no es uno de esos días, porque estamos en verano y venimos a plantar cara a la felicidad, a saborearla y reinventarla.
Porque estamos en verano y hoy toca saltar de cabeza a la vida.
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