Solo soy un pobre desastre que se afana en no ser un eterno fracaso.
En un pozo de soledad escribía estas líneas para calmar durante unas horas el constante dolor que nunca me abandonaba, que siempre estaba, como un susurro constante al oído que se relamía sabiéndome derrotado, herido, abandonado, consciente de que me tenía atado y bien atado, como una soga que aprieta pero no ahoga, que ahoga pero no asfixia. Sonriendo ante mi tristeza, que nunca se marchaba, por más que yo quisiera.
Me he leído,
a mí mismo
-digo-,
y he llorado
como un pobre niño herido en un quinto piso de Monte Alto
que se abría los brazos
incapaz de resistir una vida de ausencias y dolor
sin la niña de la mirada siempre radiante.
He llorado
al leerme a mí mismo
y la tristeza se ha llevado de un plumazo
Todo
ya solo resta seguir escribiendo
mientras el mundo arde.
Siempre se me ha dado bien.
Escribir.
Siempre se me ha dado bien escribir
entre nubes de lágrimas
y pozos sin fondo
coger el lápiz, el papel y mi alma rota
y echarme a volar
a ver cómo de rápida es esta vez la caída,
sonriendo ante ese precipicio que sé que me espera
cuando echo a perder la felicidad
ante la desgarradora cuchillada
del verso salvaje que todo lo devora,
que todo lo consume,
que todo lo arde,
como un valle de lágrimas sin marcha atrás.
Sufrir.
Por necesidad.
Sufrir.
Para sobrevivir.
Sufrir.
Para lograr escribir.
He llorado al leerme.
Y no me ha gustado.
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