Escribimos para olvidar
porque solo así podemos silenciar a nuestros demonios,
esas tinieblas
de mirada y sonrisa de cristal
que vigilan cada movimiento
esperando un paso en falso
que les permita devorar
las pocas esperanzas que creíamos tener.
Tragamos con lo que tenemos
porque no tenemos nada
más allá de un puñado de recuerdos
y agrios remordimientos
que nos mantienen en pie
los días de lluvia y noche negra.
Como si todo dejase de tener sentido de repente.
Y nos aferramos a la fe,
a la ciega locura
y al rastro de cenizas olvidadas en algún cenicero
al lado de unas sábanas deshechas
y un corazón apagado en standby.
Hasta que la fórmula explota en mil pedazos
y nuestros demonios cobran forma
habitando en lo alto de nuestros tejados,
conscientes
de que no hay otra salida ni futuro
que sucumbir al vacío
y dejarnos caer.
Suerte tendremos
si llegamos a ver más allá
de ese rastro de miserias.
Quizás, por eso, escribo
sin entender nunca las reglas de este laberinto infernal.
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