domingo, 13 de diciembre de 2020

Solo vinimos al mundo para cometer errores

Los pasos se pierden por la madeja de calles mientras la lluvia cae dibujando acuarelas emborronadas de vidas que ocultas tras portales y callejones que cobijan a las almas que nadie recuerda. Él, hombre solitario que quemaba sus puentes con el mundo sin darse cuenta, comprendió en ese momento que era una forma deliberada para evitar que nada ni nadie pudiera cruzarlos. En un mundo de tinieblas, solo los fantasmas son capaces de atravesar cualquier pared. Y él ya convivía con demasiados como para dar cobijo a algún espíritu desvalido que buscase atormentar algún corazón roto.
Llegó pronto a una plazoleta más grande, ubicada en el corazón del laberinto de calles y desde allí advirtió el sinuoso camino que se abría colina arriba, en un estrecho callejero que hace más las veces de cementerio en vida que de sus funciones civiles para las que presumiblemente había sido concebido. Tanto daba, la gran inmensidad de la gente no se aventuraba más allá de esas calles, habían aprendido a conocerlas como la palma de su mano, y nadie busca atrapar nada más allá de sus manos. Más que nada, porque tampoco habría nada que encontrar. 

A medida que subía por ese camino se daba cuenta que no sabía bien qué buscaba. Las estrellas calles y las ruinosas casas habían dado pronto paso a amplias avenidas y caserones de ensueño donde la alta burguesía se había granjeado sus vivencias a las puertas de San Pedro. Si el camino al infierno está hecho a base de buenas intenciones, está claro, que por pura estadística antagonista, el cielo debe de tener unas escaleras muy diferentes. Quizás por eso la ostentación y el lujo del que hacían gala aquellos palacetes no tenían nada que ver con grandes esperanzas ni buenas intenciones, sino más bien por un ansia de opulencia y vanidad con la que recordar a los de abajo que es abajo donde se deben quedar en sus patéticas existencias. Dios misericordioso, en su infinita benevolencia, hacía tiempo que había aprendido a distinguir entre los que daban caché al Paraíso y los que era mejor mantener alejados por pura prudencia. El derecho de admisión siempre ha sido el arte más refinado al que la ingeniería social nos ha ido acostumbrado.

Una vez arriba, con las ropas raídas y el frío calándose en los huesos, pudo asomarse a uno de esos miradores que coronaban lo alto de la montaña. Desde allí el desfile de ruinas existenciales era infinito y la Ciudad Maldita se abría paso hasta donde alcanzaba la vista, recordando que no había salida para las almas rotas más allá de la muerte.

- Ingenuos. - Masticó para sí mismo. - Ni siquiera la muerte nos concede el ansiado perdón con el que poder descansar por toda la eternidad.

Consciente de que ya no tenía nada que hacer que no hubiera hecho se resignó a paladear sus últimos instantes, con la esperanza vacía y los bolsillos llenos de dolorosos recuerdos que le pesaban más que todos los errores que había cometido en vida. Y eso que eran muchos.

Allí, tras el velo de anonimato que le dotaba de plena inmunidad, se sintió libre por primera y última vez en su vida. Había arruinado vidas y arrastrado miradas resquebrajas a su paso a medida que caía. Probablemente lo mejor que podía hacer ahora mismo era desaparecer para siempre. En realidad, era la única solución. Miró a sus espaldas, donde el infinito cementerio se extendía hacia la cima y traspasaba las nubes y sintió que todos sus pasos le habían llevado hasta allí. Hasta ese último instante que le permitiese echar cuentas y arrepentirse. Consciente de que era su última oportunidad para morir sonriendo. Y lo intentó.

El cielo era de ceniza, pero el silencio que se filtraba vaporosamente entre los resquicios de la memoria le recordaron que ya no había nada. La Ciudad Maldita mantenía su pulso constante, ese que absorbía todas las vidas hacia el interior de su laberinto y las exhalaba como cristales rotos de un espejo al que nadie se atrevería a inclinarse. La suerte se había fugado hacía mucho ya de ese lugar y solo quedaban tinieblas entre las que habitar.

Suspiró, como suspiran aquellos que finalmente lo han comprendido todo y se lanzó a volar. Mientras el mundo se fundía en un vertiginoso y profundo sueño del que nunca volvería despertar.

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