No sé cómo ni por qué
pero a veces colecciono fracasos en las estanterías de mi habitación.
El mundo,
parpadea allá afuera
al son de una lámpara de escritorio que no es capaz de mantener su sonrisa encendida más de 5 minutos.
Ya no escribo tanto como ayer, ni menos que mañana,
y a pesar de todo sigo taladrando mi mente frente al folio en blanco
con la pantalla en fondo negro,
la oscuridad siempre me ha ayudado a refugiarme de mis fantasmas y nadar,
así,
mejor entre las sombras;
nunca he dejado de ser un habitante de las tinieblas,
un ser
con más alma que corazón,
más ganas que voluntad,
más amagos de sonrisas tristes que de lágrimas de alegría.
Resoplo entre soplos de aire fresco que entran por mi ventana
y bebo
más litros de agua esta noche que leches me he llevado en esta vida,
y mira que me he dado muchas ostias,
supongo que la gracia de todo esto
es que no moriré deshidratado,
sino simplemente por gilipollas destrozado desde un octavo piso.
Entre bailes de letras y sinfonías de colores
he aspirado a tocar el cielo demasiadas veces,
y el infierno,
a pesar de mis intentos por escapar de él,
no ha cesado en expirar mis pecados recordándome cual es mi lugar.
Cuando tropiezas tantas veces con el mismo corazón
empiezas a pensar que te va haciendo falta un marcapasos,
y aunque he rematado a la muerte demasiadas veces
sigo convencido de que en cuanto me gire me la toparé de frente
con alguna frase ingeniosa que me recuerde que se acabó mi tiempo.
Supongo que por eso nunca he dejado de vigilar mis espaldas.
No vaya a ser que en vez de abrazarme decida darme un mordisco con sus fauces lobunas.
Y yo,
por muy una a una que lleguen las oportunidades,
no logro dar a basto para tantas decisiones,
y me dejo llevar
cuesta abajo y sin frenos.
Bastante hago ya con no vendarme los ojos y lanzarme al vacío,
que la gravedad del asunto escoja mi destino.
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