Me fugué
por mil fotografías en color,
cientos de instantáneas con filtros veraniegos
y un atardecer constante sobre el que volar.
Me escapé
como se escapan las prisas por soñar,
las ganas de vivir
y las aspiraciones de saltar
desde las rocas más altas de una cala lejana,
escondida de todo
mientras nosotros,
al fuego de una hoguera,
nos perdíamos entre caricias, besos
y momentos grabados en la retina de la memoria.
Me fumé
el tiempo,
los te espero
y todos los deseos por hacer el universo nuestro,
como si sin comerlo ni beberlo
todo girase para ser cierto,
luminoso
y certero,
como un disparo a quemarropa de rimas enlatadas entre hastags y bios de instagram.
Me sonrojé
al sentirme reconocido en tantas canciones estivales,
en tantos poemas inevitables,
en tantas frases y citas recogidas en todos los muebles de la habitación,
como si el futuro fuese eso que decidimos colgar con chinchetas en una pared
para no olvidar nuestros pasos,
y el pasado
lo que proyectamos en todas las ventanas por las que nos gustaría saltar para huir y escapar
entre todas las ansias por alcanzar la deseada libertad.
Sigo escuchando canciones que no entiendo,
como si así los relatos de sueños
de otros
fuesen más fáciles de convertir en míos.
Puede que haya todavía forma, del amor y los compañeros, convertirlos en latidos,
pulsiones
y juegos de niños.
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