lunes, 6 de agosto de 2018

Mar como metáfora de vida

Las gaviotas sobrevuelan un cielo de un gris melancolía, surcando tristezas por las soledades del horizonte, por las sonrisas del ayer que se pierden con la corriente de un mundo que dejó de sentir más allá de los reflejos del sol en su mirada.

El mar, los mares, el océano, todos tan iguales, todos tan semejantes, todos tan únicos en una solitaria e inmensa masa de agua que se desplaza por todo el globo haciendo una la eternidad del inmenso cuerpo celeste llamado Tierra,
y sin embargo
tan diferentes todos en esas pequeñas sutilezas color mar de fondo en la tristeza de sus ojos.

No ha visitado todos, ni mucho menos muchos, más bien unos pocos con los que juguetear a las olas en verano, con los que perderse en la fría sudoración de recuerdos en invierno; no ha visitado muchos, pero conoce todas sus sutilezas como si fuesen esas líneas de la palma de la mano que en realidad nadie se sabe de memoria, no lo suficiente como para hacer una estéril analogía de sabérselo de pe a pa la palabra papá.

Madre anoche en las trincheras bajo el fuego de metralla.

El Atlántico, con toda su bravura, con toda su calma, toda su fiereza y toda su magia, sonrisas de verano, caricias lastimeras de invierno, ni siquiera es el mismo mar en Galicia que en Portugal, en Coruña que en Vigo. 
En la Ría tiene una esencia de primavera, un pequeño susurro de tiempo constante al que llamar hogar meciéndose suavemente entre las bateas,
mientras que en Coruña es un plato en calma que rompe con fiereza, un lienzo sobre el que verter a cuentagotas los instantes de las puestas de sol.
Portugal sabe a mar,
y los azulejos y empedrados se pierden por sus calles hasta rozar el atardecer y la salitre vuela y el aroma lusitano se adhiere en la piel como en un diario de folios con el que hacer repaso del día a día de un otoño que se desgrana en la memoria como hojas en el calendario.

El Cantábrico huele a libertad y a brezos y tojos y acantilados,
y bosques y acampadas
y playas de arenas negras y aguas claras
y vías de tren que se desdibujan en las laderas al paso lento de un Feve que alcanza cualquier rincón que ningún ser humano se atrevería a explorar por si solo.
Y es calma
Y es paz.

El Mediterráneo es pantalones cortos y chanclas
y cervezas de pandilla en una cala escondidos del mundo cuando el sol se va,
es juventud nunca vivida,
es infancia quincenal cada verano aprendiendo a bucear.

Las gaviotas sobrevuelan un cielo gris que predice tormenta y aguaceros, tarde pasada por agua bajo la capucha que gotea con cada mechón de pelo empapado.
Y ojos tristes de melancolía
y Atlántico del norte francés
y luz de mar en Irlanda
y sonrisas de atardecer en Ericeira y Caldas
y hogar en la Ría
y Monte Alto en el alma.
Y las gaviotas sobrevuelan un cielo gris que presagia relámpagos de tristezas y truenos de soledad, aderezado por ansias de navegar y navegar surcando el océano hasta encallar en una isla de ensueño en la que tumbarse por toda la inmensidad del horizonte futuro
con todo el tiempo del mundo para sencillamente recordar.

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