El norte de Italia se pierde en un tren en marcha que enfila las campiñas y explanadas hasta donde alcanza la vista, al fondo, siempre constantes en su eterno vigilar, se encuentran los Alpes, como monolitos que marcan el rumbo a seguir a los viajeros que buscan perderse en algún rincón que discurre entre la delgada línea de la ensoñación y la realidad.
El tiempo se fuga en un fugaz disfraz del universo, y el espacio no deja lugar para otra cosa que no sea disfrutar del instante, como un intermitente poema que circula por las vías metálicas que conducen siempre a otra
y otra
parada más.
La eternidad toma la forma del viaje como un baile de marionetas que rompen sus hilos al saberse encerradas en cárceles de palabras, de normas, de rutinas diarias, como un arrebato inherente que halla hogar en cada pequeño pueblo desde el que disfrutar de la libertad.
La figura de un tren en marcha se confunde con las siluetas de los pocos árboles que adornan imperennes el paisaje, y en este camino inestable, siempre habrá sonrisas reservadas para quien sepa sentir el aire,
el mar,
los paseos disfrutando de la tranquilidad,
y la danza de ser parte de algo especial:
el itinerario de la mano dibujando un sendero de improvisados pasos que nos llevan cada día un poquito más allá.
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