Otoño entra en el alma, como cada año, de forma inesperada. La melancolía se abre paso entre las sonrisas y el viento se lleva las últimas hojas que pudieron recordarnos al verano. Con cuidado, y sin llamar a la puerta, aparece el tren de las estaciones que arranca, sin esperar por nadie, en dirección al frío y las lluvias de invierno.
En días así, tengo la manía, la costumbre, de dejarme perder por el monte, como una metamorfosis que me envuelve para reforzar la coraza necesaria para la supervivencia durante los meses de oscuridad.
Vigo se pierde por sus colinas,
y Borja se asoma a la Ría con todas sus fuerzas.
Nunca he sido de llorar, pero cada vez resulta más complicado.
Cuando el futuro llega sin siquiera dar pie a mirar a los lados, es cuando más tememos desaparecer entre los recuerdos.
El otoño ha llegado sin enterarnos, sin cambiar la hoja del calendario, y sin inundar de acordes fríos las paredes de mi cuarto. Pero es inevitable, y claro, y conciso,
y sin permitirnos retroceder,
se ha posado en todos y cada uno de los rincones de esta ciudad,
que en esta época,
nunca dejará de recordarme a mi adolescencia.
Y esa época,
a la que no hay vuelta atrás,
es lo único que me queda de unos años que ya no volverán.
Borja ¿dónde estás?
Hoy te necesito más que nunca.
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