Vivir es un dolor constante cuando no hay espacio para la felicidad. Y la soledad embarga la habitación y los fantasmas sobrevuelan las pesadillas. Ya no quedan tampoco demonios que puedan cobijarnos de la helada desidia que acompaña al cigarro que se consume lentamente en la lata vacía de refresco, tirada ahí desde hace ya demasiado tiempo. Las cenizas se mezclan con el polvo y todo el suelo del recinto es un tenue, pero visible, manto de aislamiento, cruel indicativo de que no hay nadie que pueda ya salvarnos de esta burbuja de tristeza y soledad en la que nos hemos refugiado en lo más hondo del negro pozo.
En la oscura noche del alma la tristeza atenaza cualquier emoción, el frío solapa la mirada y la lluvia encharca el corazón. No sé a dónde voy si total... realmente... ¿Qué más da? ¿Para qué vivir? Si total lo único que nos quedará siempre es dolor. Un fétido y nauseabundo dolor que corre ponzoñosamente por nuestras venas. Y tristeza. Y tristeza. Y tristeza. Y tristeza.
Vivir es un dolor constante.
Y la soledad
es lo único que queda.
Simplemente un charco helado
de soledad.
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