Matamos a Dios y estuvo bien, porque no existía.
Pero ahora solo estamos cayendo,
sin nada a lo que aferrarnos,
hasta que ya no haya salida.
Un sinsentido de vida,
una vorágine de caos,
la cárcel sin ventanas ni mirilla,
la reja de cristal que nadie levantó.
Lloramos ante todo nuestro vacío
y por dentro solo quedó una infinita nada:
los sueños volaron,
la esperanza se marchó,
y la paz se ha fugado
buscando algún lugar mejor.
Matamos a Dios.
Y ahora solo queda un mundo falto de dirección.
Por suerte.
O por desgracia.
Y miradas rotas que buscan carta blanca a tanto dolor.
Estuvo bien. Porque no existía.
Y ahora
rotos
y despedazados,
nos aferramos a cualquier clavo ardiendo
con tal de no seguir así:
cayendo.
Matamos a Dios.
¿Y qué nos quedó?
¿Paz
o libertad?
Un infinito camino hacia ningún lugar.
Una sombra de la verdad.
Una vana calma antes de la tempestad.
La completa y desoladora vorágine que destruyó todo hasta el final.
Ya.
Matamos a Dios. Y estuvo bien. Porque no existía.
Y así estamos:
cayendo.
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