El atardecer en el horizonte. El silencio rítmico de los coches en la lejanía. Los mechones de pelo mecidos por la brisa. Hace tiempo que no estaba en camiseta de manga corta a estas horas. Parece que el sur se resiste a abandonar la calidez estival que en el norte desapareció hace ya tiempo. Desfibro las teclas rápidamente, tratando de robarle al tiempo este instante, consciente de que en escasos minutos tendré que echarme a la carretera y no podré aprovechar esta deliciosa calma tanto como me gustaría. ¡Con lo que me gusta a mí la tranquilidad del atardecer sintiendo la salitre en la piel!
El paisaje ha sido cambiante y oscilante, como el tiempo, frío, lluvia, calor, sol... Francia se ha descubierto un poquito en la Costa de la Luz sin luz y en la Costa de las Flores sin flores, pero ha mostrado su cara más tierna para cuando en las tempestades del continuo cambio debes encontrar un lugar al que asirte en medio de la carretera.
Llevo fuera de casa desde el viernes pasado, sin lugar al que ir y sin rumbo fijo, vagando, porque regresar a casa sería la peor de las opciones si no quiero perder estas dos semanas de libertad. He llegado a dormir en el coche y ha sido más cómodo de lo esperado. Y aún así, entre tanto ir y venir, entre tanta incertidumbre y entre tanto cambio, Francia ha abierto sus brazos y me ha abrazado.
Ahora pongo las llaves y entro. Toca seguir. Hasta donde quiera el tiempo.
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