Tengo ganas de ir a Madrid,
de caminar por sus calles,
de perderme por sus piernas,
de encontrar refugio al calor
en su mirada ardiente
de vidas sin penas,
caricias libertadoras,
besos intensos y fugaces
y recuerdos de noches, de vértigo,
de humo que se arremolina alrededor nuestro
mientras su silueta se recorta en el marco de la ventana
con el pelo desaliñado,
los ojos chispeantes
y la sonrisa en sus labios.
Ojalá ser cigarro,
pero me conformo con mirarla desde la cama
y sentirme mortal
en toda mi finitud
por poder disfrutar aunque sean unos instantes
de esa belleza de diosa griega
que se abre desnuda ante mí
en las noches de luna llena.
Que lo mismo no ando tan perdido
si hay quien ve brillo en mi mirada,
ya lo he dicho
decenas de veces,
pero cuanto más me lo repito,
más me lo creo
y quiero arrojarme al vacío
a cientos de kilómetros por hora
mientras esta montaña rusa que es el tiempo
nos hace eternos
en los efímeros momentos
en que hacemos poesía con nuestros cuerpos.
Que vivo en sus labios
esperando al instante en que volver a encontrarlos,
a encontrarme,
en ellos
y poder creerme camino
entre tanto desorientado sendero
que son las sábanas y la cama deshechas
por consumirnos sin miedo.
Que no hay imagen más poética
que ella entre su humo,
difusa,
volátil,
como si fuese una metáfora fugaz
que desaparecerá en el siguiente pestañeo,
que si escribo tanto de humo
es porque quiero vivir entre ellos,
entre sus pechos y las volutas de humo
que ascienden hasta tocar ese cielo
que araño con los dedos
cuando estoy bajo su sonrisa de fuego.
Ojalá ser cigarrillo
para sentir el alivio
de rozar su alma cada día,
aunque me conformo con ser tiempo y cenizas
en este viaje que hacemos a base de caricias,
de alma y de aliento,
cuando perfilo versos entre los pliegues de su cuerpo
y logro alcanzar la libertad bajo las risas de alas
que se abren a cielo abierto
bajo el velo de sus desvestidos
de amor tatuado en el pecho.
Hay vida más allá
cuando rozo el horizonte sobre el mar de su vuelo.
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