Hacía mucho que no escribía sin tanto caos. Lo sé. Al poeta a veces también la pluma le pertenece. Y es entonces cuando se libera de las cadenas y simplemente se plasma en el papel tal y como es. Con sus luces. Con sus sombras. Con todo el torbellino de emociones y oscuridad que atesora en lo más profundo de cuerpo.
Y ya el alma flota. Y no tiene a dónde ir. ¿Y qué? ¿Acaso importa? Solo rastros de miserias que se preguntan el por qué de su existencia. Y da igual. Porque todo da igual. Estoicamente escéptico. Platónicamente aristotélico. Epicureamente sofístico entre tanto neoplatonismo que los padres de la Iglesia han desabierto. Yo no sé. Yo solo no sé. Pero entre tanto tanto, tan poco tan poco. Alimento roto. Muñeco roto. Cuento roto.
Sin lomos.
Sin tomos.
Sin polvo.
En lo alto de una estantería a la que nadie llega.
Esperando
por siempre jamás
a que alguien me lea
sin líneas torcidas
sin venas abiertas.
Sin camino de vuelta
para este infierno
que habito en la tierra.
El manto de polvo caía en la ciudad. Y la ceniza lamía los tejados. Como una tenue caricia a contraluz que todo lo refleja, que todo lo cobija. Y ya la nieve levita sobre el tiempo. Y los mortales seguimos deambulando sin rumbo
perdidos entre recuerdos
que nunca sucedieron.
Porque esta ciudad es bruja
y frente al malecón
yo solo me pierdo
en todo el tiempo,
diluido,
que por delante tengo.
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