son nuestro mayor intento de retener el tiempo,
¡como si fuese posible
robarle velocidad
a la finitud del universo!
Y es que arañamos la existencia
aferrándonos a nuestro presente
para que no se agote nuestro futuro,
pero deseando desesperadamente también
que nuestro pasado no sea demasiado breve.
Vaya baile de marionetas
que nos hemos inventado nosotros solos.
No había nada
y de repente
por una pequeña plantita que brotó
y regamos
surgieron surcos,
luego vallas,
finalmente murallas
y como alguien debía gobernar todo el cotarro,
terminó por haber reyes;
reyes cuyo único papel era proteger esa plantita
de otras ciudades
que tenían también sus propias plantitas,
pero demasiada población.
Ahí está la clave:
en la cantidad de gente
buscando recursos,
buscando tiempo,
buscando la manera de sobrevivir
porque les han impuesto la vida
y nos olvidamos de repartir equitativamente las cartas en este juego.
Si todos empezásemos la partida igual,
vale,
pero no pasa,
así que estamos dando vueltas
como gallinas sin cabeza
que corren
porque queda en ellas un último impulso vital latente,
espasmódico, incluso,
que salta como un resorte
cuando la vida ya se ha acabado.
Y nosotros igual.
Eso que llaman vida
se acabó en el mismo momento
en que no teníamos la libertad
para acceder a todas las necesidades básicas
que garantizasen nuestro bienestar.
Y si no hay esa posibilidad...
¿de qué me sirve a mí
que me digan que si quiero puedo,
cuando sin dinero
no puedo?
Con la primera plantita,
se sembró el camino a la primera ciudad.
Ahora que nosotros mismos podemos plantar
sin temor a lo que vendrá,
podríamos pensar
que va siendo hora de crear nuestro propio modelo de ciudad.
Más grande,
con más recursos,
con más igualdad.
Nuestro propio camino
a la verdadera libertad:
esa en la que todos podamos vivir
esa en la que podamos soñar.
Esa en la que el pueblo viva finalmente en paz.