El frío me atenaza los dedos, impidiéndome escribir con soltura. Lisboa se filtra por todos los resquicios de la habitación mientras la lluvia poallenta a través de las ventanas y empapa el balcón. El empedrado está resbaladizo, más de lo normal, y la noche ya hace un par de horas que se ha abierto paso por un cielo gris que solo pregona tormentas.
Los rostros tristes recorren los vagones del metro, mientras las prisas por llegar a ninguna parte hace correr a los pasajeros de un lado a otro por si pierden el tren, no vaya a ser que dentro de tres minutos no pase el siguiente y el mundo se precipite en un cataclismo de proporciones sobrehumanas.
Que encharcadas que están las paredes cuando el frío aprieta, cuando la humedad se filtra en el cuerpo y cuando por mucho sol que haya no se logre encontrar tras la jornada laboral.
Portugal, Portugal, con lo que yo te quiero Portugal.
Y el frío me atenaza los dedos, impidiéndome escribir, impidiéndome moverme, impidiéndome pensar, en este pequeño cuarto de soledad en el que me refugio esperando al sol, al viento y a la libertad.
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