sábado, 9 de mayo de 2020

La ciudad de los muertos

Un manto de ceniza se desgrana en la memoria como los recuerdos que buscan cobrar vida en otra vida, en otra época. Los pasos de la ciudad maldita nos conducen inevitablemente hacia el pasado que creímos haber dejado atrás. Será ahí, en esa difusa incertidumbre, donde podamos hallar respuestas a todas las preguntas nunca formuladas, como pequeños títeres sin cuerda que se sorprenden al poder caminar por sí mismos. La vida son las luces y sombras que arrastramos a nuestro paso, como un juego fúnebre del que intentar escapar cuando irremediablemente no hay salida para tanta fotografía en blanco y negro. El mar, en su inmensidad, se deshace en mil acuarelas nebulosas de grises sofocantes y entre la calma y el olvido de la noche, nos sorprendemos al toparnos con los senderos que nunca nos atrevimos a seguir.

La justicia del porvenir se deshace en insondables miradas al vacío. Ahí, entre tantos gritos ahogados, la poesía se fuga tratando de encontrar camino para tan diestro Sino que se consume devorándose a sí mismo. Féretros sin nombre se deslizan entre avenidas de tumbas, lápidas y mausoleos, mientras los cipreses se alzan intentando arañar el cielo. Como si pudieran.

El infierno está cargado de buenas intenciones. Ahí, en ese silencio, la muerte se arrastra como una negra serpiente que todo se lleva. La mirada de los cadáveres nunca te devolverá la imagen de su asesino, y entre gritos ahogados y palabras perdidas, sucumbimos a la desesperación en las laderas de la ciudad de los muertos que se alza, impertérrita y eterna, custodiando el pasado ante una ciudad que se afana en olvidar la rosa de fuego que todo prendía a su paso.

Que desesperación puede llegar a encerrar los mundos barridos de largo. Como incendios que todo lo arrasan, como llamas que todo se tragan, como cenizas que se deslizan entre los dedos hasta envenenarnos lentamente el corazón. Maldiciéndonos, en vida, por tratar de soportar las caídas ante el horror.

En lo alto del mundo huimos al descubrir nuestra creación. Como un dios denostado, perdido y desorientado, ante tanta tétrica sublimación catártica que todo pretendió solapar con las incesantes llamaradas de asfixiante dolor. Cuchillas que abren heridas en dos. Pechos destrozados a palabra armada. Cañones de bala que humean abriendo la carne a bocajarro, levantando una neblilla roja en suspensión. Sangre para el paredón de los llantos fúnebres de la sin razón.

Un manto de ceniza se desgrana en la memoria de los recuerdos de la ciudad de los malditos. Y ahí, en esa desesperante incertidumbre del horror, se alzan las saetas al cielo, los templos, los llantos y triste y cansado retazo de la melodía que atenaza al olvido en su telúrica voz.

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