jueves, 24 de noviembre de 2016

La magia de Ericeira

Creo que nunca he escrito sobre Ericeira.

Creo que nunca he escrito sobre Ericeira y creo que esa isla en el mar del idilio bien merece un puñado de palabras que supongan un intento de poesía, prosa o lo que sea; escribir, a fin de cuentas.

Recuerdo; con la fragilidad y cuidado con la que se atesoran los regalos más preciados, esas pequeñas cosas que guardas en las cajas de tesoros; las tardes de verano tumbados en una playa de poniente, con el sol siempre en el horizonte, buscando la fina línea en la que mantener el instante de forma indefinida; deslizándose con la gracia de una gaviota que se posa sobre las corrientes cálidas de aire.

Las horas pasaban a toda velocidad con la intermitencia que marca el segundero de un reloj que se queda sin pila y marca siempre la misma posición, creando la sensación de estar suspendidos en el tiempo, sin saber que esa suspensión en la eternidad se mantendría siempre en nuestra memoria.

Ericeira, antiguo pueblo pesquero, vive ahora del turismo estival, y lejos de la masificación habitual de estos lugares, sigue manteniendo su esencia de pequeña villa costera portuguesa en la que disfrutar de las mañanas, las tardes y las noches, bajo la agradable temperatura que otorga el Atlántico. Los cientos de casitas blancas que crecen desde los acantilados, salpican de luz todo el lienzo formado por estrechas calles adoquinadas y llamativos azulejos lusitanos.

La magia del amor inunda cada uno de sus rincones, y como en un cuento que recita poesía, ilustra los granos de arena con cientos de besos abrigados por la saudade que evocan los versos de "Cuando el sol se va".

Si hay una palabra que defina Ericeira esta sería ELLA: sus caricias, sus mimos y sus abrazos, se conjugan en una danza de evocación que se confunde entre los tonos verdosos de su amarilla mirada. Las tardes a su lado se me escapaban entre los dedos mientras, apoyados frente a esa pared de piedra que hicimos nuestra, hablábamos de todo y nada, siempre con un puñado de cheetos o pipas con los que saborear el momento.

Los solpores eran para nosotros, desplegándose ante nuestra panorámica un espectáculo de luz y color que no hacía otra cosa que engrandecer de arte el final de cada día. Y después... después quedaba el camino de vuelta a casa, en bañador, camiseta y chanclas; agarrados de la mano, mientras ascendíamos esas hermosas calles que nos acunaban como si no hubiese nadie más en el mundo.

Ericeira es la fragilidad y encanto de todos esos momentos; los recuerdos, las sensaciones y los besos; las conversaciones profundas y las miradas que hacían mi alma suya.

Ericeira era ese pequeño pueblo pesquero, lleno de hermosos azulejos y puestas de sol a lo lejos, mientras Dinís y Filipa eramos nosotros, e hicimos del verano algo nuestro que encharcaría siempre de instantes de amor nuestro pecho.

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