Pisa, con más fuerza de la que él mismo es capaz de creer, no siempre se siente seguro en este tambaleante juego de luces y sombras que es el día a día.
Domina el silencio como un Carax que se mueve por el barrio Gótico entre la penumbra de las miradas que prefieren mirar a otro lado antes que soportar la idea de que no todos bailamos a su ritmo hedonista tildado de miedos a la reflexión.
Vigila, el pasado y el porvenir como una sombra que se consume tecleando y tecleando, porque cree no saber hacer otra cosa, como un David Martín componiendo su obra cumbre, desdibujando un laberinto de sinsentidos a la lumbre de la lux aeterna.
Deambula, mientras la ciudad de los malditos no logra percibir el calor que desprende su risa, ni las sonrisas que se guarda bajo llave solo para las ocasiones especiales. Su peso vale más que todo el oro que expoliamos en el Nuevo Mundo.
Conforma los recuerdos en álbumes de fotos que plasma en su memoria imperenne -quizás por eso le cuento las cosas que quiero que pervivan- pues nació con alma de escritor y como Homero recopila las grandes gestas en esa Odisea personal llamada las Increíbles aventuras de Brais (y de Iago -esto con letra muy pequeña, para que tampoco llamen la atención mis desastres; siempre se ha preocupado por destacar lo mejor de mí, a pesar de todas las discusiones y peleas-).
Sobrevive porque tiene todavía demasiada gente a la que cuidar, aún cuando pueda costarle seguir en pie. Pero él, que es así de desinteresado; prefiere que toda la gente importante sonría, ya se preocupará por sus propios problemas cuando el mundo sea un lugar mejor.
Atesora palabras como el artesano que tiene en su maquinaria ligera todo su espíritu, todos sus sueños, todos sus miedos; y aún a pesar de ello, o puede que por todo eso, no dejará de triunfar en todos sus empeños.
Tengo la suerte de tener al mejor hermano pequeño.
Aunque sea,
en todos los sentidos,
más grande que yo.
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