Corre la lluvia por los cristales.
Cientos de luces muertas en las vidrieras
otorgan clarividencia a quien logra ver más allá
de todo cuanto ocurre delante de sí mismo.
Aquí paz
y luego guerra,
vigilia que se cuela
mientras se resquebraja el aura del poeta.
Esquirlas doradas,
miradas perladas,
palabras incontinentes cargadas de metralla.
El fuego griego arde
cuando todo parece perdido,
y yo,
ahogado,
bloqueo entre altibajos.
Rotos jirones de jinetes del pasado.
Cabalgan entre templos politeístas paganos.
La lluvia resbala por los cristales del día,
la noche -cruel sínodo imperenne-
zozobra ventilando la sombra
de una sempiterna esperanza.
Sogas anexionadas a mi garganta
desplazan las sincopadas llamas de la espada,
atrofiadas salvas de gloria eterna a la resquebrajada alma.
Sorpriderol de llagas.
Azuzan
y escapan.
Ya no hay nada.
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