Camina nerviosa, pero segura de sí misma. Es más alta que él, pero no le importa. Se remanga el brazo y enseña uno de sus tatuajes. Las letras recorren de un lado al otro mientras explica que es su grupo favorito. Él sonrío. También le gustan. Y son el grupo favorito de su padre, dice.
Sigue mostrándole el resto de testimonios de su adicción a la tinta en la piel.
En la espalda, al pie de la nuca. Un yin y yang. Le explica el significado.
Él escucha y asiente. Le encantaría besarlo. Piensa. No se atreve a dejar que se filtre entre su voz en forma de palabras.
El recuento continúa. Tiene muchos. Pie. Muñeca.
Al menos más que él. Solo tiene uno en el pecho. No se haría más ahora mismo dice.
Ella se recrea en la imagen mental de ese sello negro en el pectoral. Sonríe. No piensa decir lo mucho que le atrae esa imagen.
Siguen caminando.
Calma y comodidad.
Parece que se conozcan de siempre
y en cambio solo llevan una semana hablando
y unas pocas horas en persona.
Pero ya ha habido más complicidad que entre personas que llevan en contacto durante años.
Fue ella quien propuso quedar. Y él raudo aceptó.
Quedamos en las escaleras.
Y aceptó.
No hubo formalismos
ni medias tintas,
Como no te guste el rey León...
Y se rió y apoyó sus piernas sobre las de él.
Como si toda la vida lo hubiesen hecho.
Se compenetraban.
Y hubo beso.
Y qué Beso.
Toda la poesía del mundo en un instante.
Y se sonrieron.
Y hablaron de todo, y de nada. Y de todos, y de ellos. Y se fueron andando, caminando a los sueños.
Y ella vio venir su bus.
Y se despidió con un verso rápido en sus labios.
Y él voló.
Y solo atinó a decir chao.
Y se prendió la mecha de la magia
y desde esa solo ardió y ardió
Sin apagarse.
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