domingo, 9 de septiembre de 2018

El mundo es para quien se atreve a observarlo

Observa incansable el mundo con la viveza de unos ojos que todavía no se han cansado de emitir luz, de seguir con la mirada cada uno de los movimientos que se desarrollan a su alrededor, con la certidumbre de que permanece segura de cualquier peligro rodeada de quienes la quieren y la curiosidad siempre creciente de quien tiene mucho que aprender con solo detenerse a mirar aunque sea por un instante.

Observa, incansable el mundo, y este se vuelca en sus cuidados. Grita, con voz aguda, pero firme, que tiene hambre, que quiere comer, que acaba de escuchar la nevera abrirse junto al sonido característico de la verdura fresca. Nada. No le hacen caso. Así que vuelve a gritar, de nuevo, un grito repetitivo, casi un silbido que se lleva el viento y reverbera en todas y cada una de las cuatro paredes de esa casa. Tengo hambre. Quiero comer. Una. Y otra. Y otra vez.

Observa. La nevera ha vuelto a abrirse. Parece que esta vez le han prestado la suficiente atención como para colocar sobre la encimera su tentenpié entre comida y comida. Una lechuga radiante reluce en medio de la cocina. Unas gotas perladas de rocío se deslizan por las hojas mientras un olor a campo llega hasta su incansable nariz. Casi puede sentir el sabor en sus labios. La boca se le está haciendo agua. Va a probar de nuevo, a ver si se la dan de una vez. Silba. Casi un chillido. Águdo. Un toque de atención que habría captado la atención de sus hermanos si todavía estuviesen allí con ella. Pero ya no están. Hace ya tiempo que no están. Solo está ella. La última.

Observa. Pero en realidad la mirada está perdida en ninguna parte mientras se retrotrae sobre si misma y los recuerdos brotan poco a poco en el torrente de la memoria. El rostro de una madre apenas reconocible, perdida su sonrisa en alguna parte del tiempo cuando todavía era muy pequeña. Tan pequeña como sus dos hermanos. Abandonados en este amenazante mundo pocos días después de haber llegado a él. Un rostro de una madre apenas reconocible, intentando perseguir la sombra que se esconde siempre en el viento. Un rostro perdido en los recuerdos y unas manos cálidas que se acercaron a ellas cuando estaban solas. Y que las cuidaron. Y que las protegieron. Y que las alimentaron. Unas manos cálidas que les dieron un refugio a ella y sus hermanas. Y la felicidad de un lugar al que llamar hogar, como la calidez de esas manos que las recogieron cuando vagaban desorientadas sin ningún lugar al que ir.

Observa. Y el tiempo vuelve a su cauce normal. Y encima de la encimera hay una lechuga reluciente que la está esperando a ella. Vuelve a chillar. Más por poner sus pensamientos nuevamente en orden que por llamar esta vez la atención. Pero por suerte, parece que esta vez ha funcionado. Y ante ella tiene una ensalada digna de cualquier rey. Un auténtico manjar. Sencillo. Delicioso. Apetecible. Tal como a ella le gusta. No tarda ni dos minutos en hincarle el diente y disfrutar del momento. Hay que saber aprovechar los pequeños momentos en esta vida.

Observa. Decide dar una vuelta para bajar la comida. Un poco de ejercicio le vendrá bien para despejar la mente. Y como siempre le dice el médico: Una buena dieta y un buen paseo es el mejor remedio para mantenerse joven y eterno. Bueno, no lo dice así tal cual. No es que el médico tenga mucho arte para recetar remedios y fármacos. Más bien suele ser algo así como paracetamol y mucha agua y a pastar. Siempre dice lo de a pastar. Le debe de haber visto cara de vaca o algo. A ella nunca le ha gustado lo de decir las cosas de forma tan sosa y banal. No hay nada como darle un toque poético a la existencia para dar luz y color a la vida. Así que eso Una buena dieta y un buen paseo es el mejor remedio para mantenerse joven y eterno es un buen lema. Al menos tan buen lema como cualquier otro. Y a ella le gusta. Es lo que tiene disfrutar de las cosas sencillas.

Observa y comienza a caminar. Poco a poco. Un pasito y otro pasito. Hay que tener claro el proceso. Parece fácil, pero en realidad la gente no es consciente de la ardua tarea que es el proceso de andar. El juego de pesos y contrapesos que produce el movimiento es el resultado de millones de años de evolución que han permitido desarrollar una ingeniería móvil de un altísimo grado de complejidad. Y la gente, por algún motivo, no es consciente de esta grandiosidad de la naturaleza. Lo tienen tan normalizado, tan interiorizado, que convierten en pura rutina algo tan bonito como el aparato locomotor. Ella, al contrario, ha sabido disfrutarlo hasta el punto de admirarlo con todo su ser. Será lo que tiene haber visto el proceso atrofiador del tiempo en sus hermanos. La arena del reloj se los fue llevando uno a uno, y ahora, por desgracia solo queda ella. La última. La última que está aquí y ahora, y que por suerte todavía puede disfrutar del proceso de caminar.

Observa. Y un paso. Y otro. Y una vuelta entera. Y que tarde se ha hecho, va siendo hora de volver a casa que hay que comenzar a pensar en la cena. ¿Otra ensalada? Demasiado frugal. ¿Un remix de frutos secos? Demasiado energético. Un poco de pimiento y melón, será lo mejor. Le gusta cenar ligero, le favorece el sueño.

Observa el panorama. Parece que no hay nadie más por casa. Tendrá que esperar hasta que lleguen y le preparen la cena. Podría prepararla ella. Pero la nevera está demasiado lejos y el paseo la ha agotado. Decide sentarse a esperar y los recuerdos vuelven a jugarle una mala pasada. Sonríe de medio lado, con una de esas sonrisas tristes que pueden venderte el mundo, pero que en realidad están gritando a los cuatro vientos la soledad de quien ya casi lo ha perdido todo y le quedan pocas cosas por las que seguir hacia adelante cada día.

...Observa. Los rayos del sol le ciegan. Ha retrocedido varios años. Cuando todavía era más joven y correteaba por los prados junto a sus dos hermanos. El calor primaveral les acariciaba el rostro y sus mechones jugueteaban con la danzarina brisa, tratando de arrancarles felices suspiros a la vida. Los pájaros cantan, los árboles se mecen al vaivén con su lento discurrir de naturaleza centenaria y la hierba cosquillea la planta de los pies desnudos. Su hermano la llama desde lo alto de una pequeña colina y ella corre tras él buscando la protección de la sombra. Por su parte, el pequeño Theodore se entretiene tumbado olisqueando las flores que se abren al universo con toda su explosión de aromas acumulados a lo largo del frío invierno. Desde lo alto de la loma, el hermano mayor llama al pequeño y al ver que no le presta atención se deja caer a rebolos en su dirección. Vueltas y vueltas, sin cesar, hasta que se dan de bruces y chocan entre un caos de risas e insultos que a ella la hace sonreír, con esa mezcla de cariño y ternura, al ver la escena. Sus ojos relucen y su rostro es el fiel reflejo de serenidad. Mientras la estampa primaveral de los tres hermanos recuerda a cualquier observador ajeno a una acuarela impresionista de esas que son dignas de aparecer en cualquier museo. Y ella sonríe.

Observa. Y sonríe. Sonríe como siempre sonreía cuando estaba con ellos. Una sonrisa amplia y natural, la viva imagen de la felicidad. Sonríe. Con ellos siempre sonreía... Pero ya no... Ya no sonríe... Porque es la última. Porque ellos ya no están. Porque está sola. Y la sonrisa se va empequeñeciendo y vuelve a cobrar su forma natural: una triste sonrisa de medio lado de esas que se dibujan en los ojos de quien ya no tiene motivos por los que seguir caminando cada día.

Observa. Algo se mueve por la cocina y vuelve a la realidad. A la vida que tiene ahora. Es Trufa, una juguetona snaucer miniatura negra que se acerca a olisquearla mientras le da al rabo. Ella se acerca a ella para que pueda olisquearle el pelo. Es una especie de ritual que tienen. Y sonríe. En realidad no todo está tan mal ahora. Sí, las cosas son diferentes, pero a fin de cuentas... todo es siempre diferente. Quieras o no la vida cambia y no queda otra que adaptarse y seguir. Nadie ha dicho que sea algo sencillo, pero hay que poner todo de nuestra parte para conseguirlo si queremos que los que ya no están estén orgullosos de hasta donde hemos llegado y lo que hemos conseguido. Y ella lo sabe. Sabe por qué ha logrado seguir hasta ahora y por qué no se ha rendido. Por ellos. Por sus hermanos. Para que estén donde quiera que sea que estén, puedan estar tranquilos al saber que ella ha conseguido sobreponerse y continuar. Porque es lo que habrían querido. Y bueno. Es la última, sí, es la última. Pero no está sola. Siempre están ahí esas manos cálidas que un día la sacaron adelante. Siempre están esas manos para agarrarla, sostenerla, ayudarla... Invitarla a vivir un día más por todos.

Observa, incansable el mundo, y el mundo le devuelve la mirada. La pequeña snaucer sigue vigilándola con esos ojillos vivarachos que exploran todo de arriba a abajo y de abajo a arriba, una y otra vez. Le lame una vez para reconocer que todo está en orden y decide irse en su continua exploración diaria de la casa. Y ella sonríe. Pronto escucha el sonido de la puerta abrirse y decide llamar. Va siendo hora de cenar.


* * *


Observa incansable el mundo como observa el plato de melón y pimiento que se yergue ante ella. Una suculenta torre que se tambalea en un frágil equilibrio entre la realidad y la imaginación, consciente de que un paso en falso puede dar al traste con todo. Unas manos cálidas cortan en pequeños trozos el pimiento, mientras poco a poco van colocando cada pedacito alrededor del plato, con mucho, mucho, cuidado; y tratando de que ningún trozo se caiga fuera de este. Luego el melón, alrededor, rodeándolo, creando una cubierta dulzona que se paladea con solo olisquear el aroma que desprende. Por último, arriba, en lo alto de la monumental estructura, un par de media lunas de manzana y coronándolas, como el rey que gobierna todo un país desde su trono, media uva que representa el colofón de un banquete visual que sacia el estómago con solo observarlo durante unos breves instantes. Ella lo mira todo, una y otra vez, consciente de que puede que sea la última vez que se lleve a la boca semejante menú. Hace tiempo que está enferma y ya no puede ni moverse, postrada como está todos los días sobre el mullido heno. Las numerosas operaciones a las que se ha sometido para sobrevivir le han traído graves consecuencias y la parálisis de sus patas traseras es total, anulándole cualquier posibilidad de movilidad por si misma. Se tiene que conformar con sus paseos diarios de dar vueltas sobre si misma, tratando de acomodarse, empleando las dos patas delanteras. A pesar de ello sus ojos nunca se han cansado de observar el mundo y su nariz sigue olfateando como si no hubiese mañana. Sus hermanos murieron hace ya un par de años. Tuvieron los mismos problemas genéticos que ella. Pero, por desgracia, mucho antes. No le queda ya mucho tiempo, hace meses que lucha contra su esperanza de vida. Pero por ellos y por esas manos cálidas que siempre le han cuidado, aprovecha hasta el final todos y cada uno de los pequeños momentos que tiene. Aunque sea la última.

Observa con aire curioso el manjar que tiene ante ella y cuatro rostros la observan felices a ella, mientras le cantan el cumpleaños feliz y sonrientes fingen soplar las velas y la acarician:

Para Lisa, la mejor cobaya de la casa.

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