En las sombras del cenicero el humo se escapa entre las nubes de vaho. La niebla se cuela por la ventana abierta y la noche desteje su manto de solicitudes intentando hallar hueco entre las miradas vacías que la observan con la vulnerabilidad que produce la soledad de la intempestiva madrugada.
Podría buscar entre los rostros un atisbo de sonrisa, pero las canciones no suenan entre la sagacidad de los relámpagos. Ya no quedan billetes en este juego de marionetas hacia ninguna parte y el determinista destino se ha fugado para echarse a las cartas el futuro contra el libre albedrío.
Adiós a la noche, adiós al día. Y vueltas y vueltas rasgueadas en una guitarra eléctrica que deja entrever la necesaria inexperiencia del mundo entre los dedos.
La ceniza se ha desperdigado por toda la superficie del escritorio y los folios en blanco han echado a volar al son de las corrientes de aire frío que entran en oleadas con la respiración del cielo. La lejanía rompe a lo lejos agrietando el inexistente silencio y el mar se bate en un duelo consigo mismo por llegar un poco más arriba en cada marea.
Intenta estar viva.
Pero la luna se ríe en ella mientras le mira con la sonrisa menguante.
Y la conciencia se ha batido en retirada entre todos sus escondrijos. Y los deseos se han suicidado en ristras de sueños que apelmazar en algún cajón de la mesilla de noche. Por lo menos ahí permanecerán seguros ante cualquier vicisitud que pueda proveer la tórrida incerteza del horizonte.
¿Y qué habrá más allá?
Entre las sombras del cenicero el humo se ha perdido en una fina columna que asciende con toda su ligereza hacia ninguna parte.
Como las vidas...
A fin de cuentas.
Adiós sucia patria que no me cobija.
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