12 días.
Hay quien podría pensar que 12 días no es nada, apenas 300 horas, poco más que un puñado de semana y algo en los que malgastar un poco de tiempo de verano para evitar el aburrimiento.
Solo 12 días.
Poco más.
Y cuánto pueden unir 12 días.
Una eternidad. Un instante fugaz que se escapa entre las manos, como esos murciélagos que sobrevuelan la noche y no sabes muy bien si es estrella o mamífero. Unas décimas de segundo en lo que dura la vida, pero toda una vida en lo que dura apenas una semana.
Puede parecer una tontería, pero es que miro atrás y lloro de emoción pensando en estos días. En tantas horas vividas juntos, en tantos sueños y esperanzas volcados en una mesa de billar con un cubata o una estrella en la mano, en tantas memorias de nuestros pasados acunadas bajo la luz de un cielo que parecía imposible que fuese más estrellado. Y vaya si nos estrellamos con la realidad al ser conscientes de que eso se acababa y que todo lo que durante unos días parecía una vida ahora parecería solo una pequeña vida perdida en el oleaje de los recuerdos.
Supongo que por eso miro atrás y no puedo evitar sonreír. Por tratar de atraparos entre los dedos. Por tratar de hacernos eternos en nuestra memoria. Por ver si así esto dura un poquito más, aunque sea en la imaginación. Por tratar de hacer un artificio al tiempo y engañar a las distancias, saltarnos todas las fronteras y soñarnos un poco más cerca, como si nunca nos hubiésemos separado. Quizás así el reencuentro sea plenamente una realidad y pareciese que jamás nos hubiésemos ido de ese lugar que guardaremos eternamente en los tatuajes que llevamos en la piel.
Sigo levantándome a las 8:30 de la mañana, pero ahora todo es más solitario, porque simplemente voy a la cocina a por un zumo y un vaso de colacao, y no hay caras de sueño ni sonrisas mañaneras de esas que nos alegraban los días. No está Gonzalo preguntando si queremos los bollicaos y weikies que quedan, ni Juan tiene a su mamá para cuidarnos. Después simplemente me levanto y voy a lavarme los dientes, pero ya no hay música sonando, ni una docena más de gente repartiéndose en dos filas para ahorrar espacio. No está Vero bailando mientras le pica un dedo, ni Ana para animarnos como si estuviésemos solitos en casa. Porque estoy solito en casa, pero ya no vienen ni los cacos, ni me monto una fiesta, ni suena música a todo volumen en el Gallaecia para ver a Mireia dándolo todo hasta caer en una silla muerta de sueño. Tampoco está Sara con sus horas de bar a las espaldas ni Alicia para aprender llaves nuevas y técnicas.
Sigo comiendo a las 2 de la tarde, para después no hacer nada y tumbarme en cama y pensar que no tengo a Javi para apoyarme en su pecho mientras me tapa la barriga para que no me coja frío. No está Andrés llamándome para ir a la ducha, ni Glodie con su google translate de un lado a otro. Tampoco está Esther soltando tacos, uno tras otro, mientras le pregunta a Xavi si puede llevar agua, ni Marina insistiendo con la posibilidad de llevar cantimplora, porque a ver si no cómo hacemos yoga. Ya no hay pelis de Orcas para ver con Paco, ni experimentos de física fallidos con la cara triste de Jorge. Ni Laura contando chistes en el autobús y la mesa 3, ni Liz para matarnos a todos a base de picante.
Sigo merendando a las 6 de la tarde, pero ya no hay quejas por las manzanas y naranjas que nunca faltan. Ya no está Laura para llevarnos por los pueblos a concienciar a gente que tiene poco por lo que concienciarse, pues su pasado ha sido una diáspora de pobreza, migraciones y dolor. ¿Y cómo concienciar a alguien del que tienes todo por aprender?
Sigo yendo a cenar temprano, aunque luego Misifú no esté esperándome y ya no haya juegos, ni veladas, ni cervezas en las toallas de la playa bajo toneladas de sacos y mantas. Sigo recordando, aunque ya no haya nada de todo eso, supongo que por ello trato de aferrarme al recuerdo, por hacerlo un poco más eterno.
No hay caídas, moratones, cortes, silvas, cicatrices ni caminatas cargando con un bañador que no usaremos. No hay partidas de cartas, ni paseos continuos cruzando el puente del embalse que nos haría salir con unas cuantas escamas. No hay termas, ni calor, ni cangrejos cocidos. No hay kayaks ni erizos. Y por supuesto no hay pinzas ni castigos. No tengo a nadie a quien seguir por detrás sigilosamente y asustar cuando le pongo todo un tendal entero de colores en la espalda, ni conversaciones sobre indepes y reintegratas. Ni hay calma con la que comenzar a cantar una y otra vez como si no hubiese mañana para las resacas.
Puede parecer todo esto una tontería, pero es que 12 días dan para mucho, para amistades, sueños y planes de futuro.
Por eso adornaría todos los muros con la promesa de volver a vernos
y hacer otro trecho más de camino juntos.
Gracias por el tiempo,
por la vida,
por los momentos.
Gracias por hacer estos 12 días solo nuestros.
Que nuestro recuerdo no lo borre nunca ni el viento.
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