sábado, 31 de agosto de 2019

Cuando teníamos veintitantos en un lugar perdido y nos encontramos


La borrachera comienza a subir y el alcohol desteje sus efectos. Las bolas de billar bailan ante nuestros ojos y fallar un tiro bajo la excusa de que el otro lleva detrás mucho bar es una forma limpia y sutil de desempolvarnos las culpas y no tener que asumir nuestro propio mal estado. La creadora de la frase, Sara, es una chica con larga vida a sus espaldas. A sus 21 años ha visto más que mucha gente a los 50 y destila unas ansias constantes de beberse la vida a cada sorbo que da a su botellín de cerveza. Te habla con esa sutileza valenciana que deja recaer el peso justo y preciso en las palabras adecuadas, sin sobrar ninguna letra ni faltar las sonrisas necesarias en los momentos necesarios. Su mirada escintila bajo los focos del bar y en ellos tiene esa forma tierna y benévola que tienen las personas que se saben refugio para los demás, sin juzgar ni indultar, solo proteger y salvar de las caídas de esta vida en la que es tan fácil equivocarse metiendo la bola negra en la esquina equivocada.

La noche discurre sin más imprevistos que los justos y necesarios, como esos en los que decides irte afuera a tomar el aire y comienza a sonar Daa blue, y claro, precipitadamente tienes que girarte y volver a la pista de baile, porque sería una ofensa a Eiffel no ponerse a bailar esa canción en cualquier momento, ya esté el edificio en llamas o sea el fin del mundo. Bacardí limón arriba, estrella galicia abajo, un par de chupitos a los lados y jugger con monster por descontado para acabar con el cansancio. Todo fluye como tiene que fluir y entre perreo y perreo un buen temazo como Macaulay Culkin para darlo todo en el medio como si no hubiese nunca otro final que no fuese el final feliz.

Al fondo de la barra está Ana apuntando en un papel los disparos musicales con los que hacer estallar en mil pedazos todo el bar, las canciones se suceden una tras otra entre sus dedos igual que su vaso de alcohol que cada vez está más vacío que lleno, podría parecer esta la causa de su sonrisa fácil de cristal, pero la verdad es que tiene la capacidad de iluminar el cielo a cada instante sin preocuparse demasiado por otra cosa que no sea reír. Mireia está a su lado, dispuesta a saltar al ritmo de lo que se le ponga por delante, ya querría cualquier viñarrockero moverse con la agilidad de su juventud. Se me acerca corriendo y se ríe, con esa expresividad tan pura que tiene su rostro, y yo le digo que vaya con calma que luego se amodorra con el alcohol y ella al escuchar la expresión rompe en espontaneidad dando una lección de humildad a Daddy Yankee y su canción mientras todo gira a su alrededor.

Fuera están Javi y Alicia, cuidándose, tratando de sobrevivir a la resaca acumulada de 3 días. Gozan del hablar calmado de las personas que generan confianza con esa frágil sinceridad que destilan en sus voces. Tienen magia, la sensación de que al verlos todo se detiene y gira en torno a ellos; quizás por eso a veces me descubro observándolos, nublado por ese hechizo que se crea a su alrededor, como si al mirarlos este sucio mundo resultase ser un poco más bonito, un poco más tierno.

Llevo ya dos cubatas entre pecho y garganta y todo comienza a resultar más complicado, sobre todo cuando intento no meter la bola negra en el agujero equivocado y me cuestiono a mi mismo si vamos a por las lisas o a por las rayadas, porque para rayadas ya tenemos bastante con la suicida cotidianidad de la que cuesta discernir entre el grano y la paja. Esther se acerca para sacarme a bailar y yo me dejo guiar de su mano, tiene esa familiaridad de las amistades de toda la vida que entre cerveza y cerveza se juran soportarse por siempre en las caídas mientras se sostienen mutuamente las frentes.

Mañana Marina se va y Vero ya nos falta, así que decidimos por unanimidad brindar por el futuro con chupito todos a una. El tequila desborda de los vasos con los sucesivos choques y nos prometemos entre risas de felicidad reunirnos en casa de la madrileña en Navidades. Nos abrazamos y salimos a bailar, nadie quiere pensar en las mentiras que se filtran entre estos juramentos, y es mejor así, la noche es joven y el cielo está suficientemente estrellado como para caernos por el precipicio de nuestros miedos.

Juan y Gonzalo se juegan el tiempo al billar, más rentaba que fuese el desayuno, porque a ver quien se levanta en el día libre. Se cuece dormir hasta el mediodía y todos lo sabemos, por eso cuando cierra el Gallaecia salimos al exterior y comenzamos a caminar calle abajo haciendo eses, sujetándonos unos a otros, porque para eso están los amigos: para los sueños, las esperanzas y las borracheras -ya sean estas de felicidad o miedos-.

Tras un duro trabajo y veinte minutos largos logramos llegar al embalse, las aguas brillan bajo el relente de la luna y la naturaleza se abre ante nosotros a medida que atravesamos el puente que tantas veces hemos cruzado a lo largo de todos estos días. Me voy quedando atrás y enfrente mía escucho esas risas que ya podría reconocer hasta con los ojos cerrados. Sonrío de medio lado y pienso que no sé dónde estaremos en unos días, pero tampoco me importa demasiado si esta gente no sale de mi vida.

La noche se abre ante nosotros y las estrellas fugaces juguetean con los murciélagos a surcar el firmamento. Pillamos los sacos, las almohadas y los edredones y nos tiramos en la playa a disfrutar de nuestra juventud. Hablamos de todo y de nada, de pasados y futuros, de sueños, de caminos y viajes que algún día haremos. Reímos, sonreímos, gritamos y nos sorprendemos al descubrirnos hasta niveles desconocidos. Y todo está bien, porque solo se puede estar bien cuando estás con tu gente. Y eso es lo importante. Porque ya llegará la vida, pero hoy y ahora estamos en standby y solo importamos nosotros, nuestra amistad y el presente.


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