El poema es escupir sobre la nada.
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El suicidio eterno del verso.
Leopoldo María Panero
En la penumbra de este mundo nos mentimos a nosotros mismos con tal de lograr alcanzar algún lugar y ya no hay paz para nadie, y ya no hay paz en la que descansar. Solo queda un rastro de llamas entre las que arder hasta ser cenizas, hasta ser infinitas cenizas que meterse por la nariz.
En un baño cualquiera bajo luces constantes de neón me metí más rayas de las que pude contar y le hablé a mi reflejo, consciente de que no era yo mismo, y él escupió sobre mí, gritándome toda la mierda que le hice tragar y lacerándome el cuerpo para recordarme que ya no podía más.
Caí, caí en una espiral de dolor y no quedaba ya marcha atrás y sonreí, porque no hay mejor artista que el poeta maldito que sangra todas sus heridas en el papel, por verse morir en vida, por verse vivir en muerte, por desangrarse hasta suicidarse en un puñado de versos que nadie jamás llegará a leer.
Y sonreí. Porque... ¿qué más iba a hacer? Y salí a la pista de la discoteca mientras la música martilleaba los oídos entre ritmos electrónicos y bajos y graves constantes y bailé, bailé hasta no poder más, bailé hasta caer rendido, bailé hasta que mi cuerpo no pudo más y el sudor resbalaba por mi frente mientras yo ido miraba hacia el techo y las luces de colores que lo flasheaban todo. Me perdí entre piernas, saliva, bocas y lenguas, entre sonrisas lascivas y frenéticos bailes de puras convulsiones corporales y no paré de bailar nunca en ningún momento, jamás. Bailé hasta que ya no pude más. Y eso hice. Sonreí.
En la penumbra de este mundo a veces vivimos sin saber muy bien el motivo, las noches nos pillan a destiempo y los amaneceres nos sorprenden tirados en el sofá o la cama, con todas las cervezas, la ropa y la droga tirada por la habitación. La resaca en las venas y la pasión de los cuerpos desnudos todavía a flor de piel. Con la vida perdida en ninguna parte. Con el dolor del presente en el tiempo y con los pasos justos para ir al baño, echar una meada, asomarme a la ventana, entrecerrar los ojos incapaz de soportar la luz natural que me intenta arrastrar al exterior y deslizarme sin levantar los pies del suelo hasta la cama, donde caigo rendido, donde caigo muerto. Hasta la noche siguiente.
Y así cada jornada de pura rutina y desidia en la que no queda nada más que hacer que seguir, seguir, seguir, seguir irrefrenablemente a ese ritmo insoportable para no tener que pensar, para no tener que cuestionarme todo, para no tener que soportarme, para no tener que preocuparme por un cuerpo que no resistirá por mucho tiempo más ese malestar martilleante y constante que le asalta veinte de cada veinticuatro horas al día.
La noche se ha perdido en algún baño mientras tiraba de la cadena del váter. En una lúgubre espiral de autodestrucción. Y los labios entran y salen tras las puertas de los retretes. Y yo soy el rey de la pista, aunque nadie lo sabe. Y todo gira entorno a mí. Y todo gira sin cesar. Y yo bailo, y bailo, y bailo hasta que ya no puedo más. Y cuando eso ocurre... sigo, sigo bailando, porque ¿para qué parar?
Mierda, joder, putain. Grito en todos los idiomas.
Nadie me entiende.
¿De qué sirve gritar en silencio cuando nadie te escucha?
Y me abro las venas y me rajo las heridas y me lacero la piel.
Flagelándome el cuerpo para algún día perecer.
Pero ese día no es hoy. Y yo lo sé.
Por eso voy al baño.
Me esnifo la vida.
Y salgo pletórico al centro de la fiesta. Como si nada importara. Como si nada valiese la pena.
Solo este irrefrenable baile que no tiene final.
Así,
siempre,
hasta que ya no pueda más.
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