lunes, 9 de diciembre de 2019

Frío y ausencias

La conocí en un bar cualquiera una noche de frío invierno. Su mirada brillaba entre la pista de baile y tenía ese aire ausente que dejan entrever las mentes perdidas que no saben muy bien qué hacen en un sitio como ese. En una vida como esa.

Yo la miré, quiero decir, no la vi, sino que la miré, con todas las letras que eso implica; la miré detenidamente, como se mira aquello que se quiere memorizar uno hasta el fondo del alma.

Y supe que en ese momento algo nos ataría por siempre jamás.



La siguiente vez que me la crucé fue en medio de la Gran Vía, ella llevaba un caminar apurado y ausente, con la mirada perdida entre el vaho de ese gélido invierno que asolaba la ciudad y yo sonreí al tropezar con ella. Ella sonrió. Reconociéndome. Y los dos seguimos nuestros caminos, conscientes de que nos volveríamos a encontrar.


Eso ocurrió en Enero, para Febrero ya éramos dos desconocidos que nos perdíamos entre las sábanas con la desatada pasión del que tiene que refugiarse del frío y la ausencia de quien no sabe estar en otro lugar mejor en ese momento.

Éramos así. Siempre éramos así. Uno huyendo del frío y la otra viviendo una vida que no le pertenecía, de algún modo, y que sobrellevaba a base de ausencias.

Cuando eso nos ocurría, ser cada uno quien le tocó ser, -a eso me refiero-, nos refugiábamos en el humo, el sexo y los baños de las discotecas que reverberaban con la música electrónica en un baile de destrozos que parecía no tener final. Como esas luces intermitentes a flashazos que siguen el ritmo de la melodía como un trallazo, pero que te impiden concentrarte y ver más allá de dos pasos.

Y la hostia viene. Siempre viene.


Era Abril, el frío ya se había ido y las sábanas ya no daban para cubrir tanta mierda como la que habíamos dejado en nuestra vida en ese irrefrenable tirar pa´lante porque no había otra cosa que hacer. Yo me había perdido y estaba ausente y ahora era ella la que siempre tenía frío. Y ninguno de los dos obtenía lo que buscaba, ni buscaba lo que quería. Y así nos iba. De polvo en ceniza. Hasta terminar fallando una vez más.

En Junio todo parecía precipitarse hacia ninguna parte. Y entre las latas vacías de cerveza y las colillas del humo, decidimos que eso no podía seguir así. Que era o seguir o suicidarnos los dos. Y ninguna de las dos ideas nos tentaba más que la otra. Así que... follábamos e íbamos tirando.

Para Agosto todo se había acabado y tras una noche de sudor y polvo frente al espejo de un local cualquiera, nos dimos cuenta con nuestras pupilas dilatadas que ya no había nada más. Simplemente así. Lo supimos. No había nada más. Y así se acabó. Tal como empezó.



No supe nada más de ella hasta Noviembre. Era ya invierno. En esta ciudad siempre es invierno después del verano. Ella estaba en medio de la pista de baile, ausente, como la primera vez que la vi. Ella me reconoció. Yo le sonreí. Y todo lo demás fue un torbellino de dolor del que resultaba imposible salir.

Para Febrero las sábanas se habían terminado. Y supimos que todo se había acabado. Otra vez. Y tras follar nos despedimos. Yo con frío y ella con ausencias.

-Hasta dentro de un año.- Nos dijimos.

Y el baile de ruinas volvió a empezar.

Como si nunca hubiese dejado de girar y girar hasta que no hubiera vuelta atrás.



Polvo, dolor y cenizas.
Poco más.

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