Solo buscamos salvarnos a través de los libros y el viento, y hallar en ellos un atisbo de las sombras que fuimos en otro tiempo; descubrirnos, reconocernos; aprender nuestro camino a base de esperanzas y miedos.
No sabría muy bien dónde perderme, pero el tiempo me ha traído a alguna parte y ya la vida no es otra cosa que la certidumbre de que tenemos que existir, por alguna razón
que se nos escapa.
El rompeolas nos cobija en la soledad de la noche, mientras la cortina de sombras y viento nos acaricia y arrastra a través de los sueños estrellados que acunamos entre los dedos, inconscientes, como las grandes fantasías que dibujamos en nuestra cabeza y nunca nos atrevemos a construir. Por algún motivo me gusta sentarme ahí, a observar el tiempo, con los pies colgando, y el horizonte perdido en alguna parte entre el profundo manto de oscuridad que se difumina entre los primeros destellos de luz que se asoman en el más allá. El vaivén del mar golpea suavemente la orilla, y la ciudad todavía durmiente comienza a desperezarse entre las saetas humeantes e incandescentes que se reflejan en los tejados del laberinto de corredores y callejuelas que alza a nuestras espaldas.
Meto las manos en los bolsillos y una ligera brisa marina me susurra palabras al oído. Sonrío. Y echo a caminar entre la bruma que se levanta entre la salitre, la luz y la oscuridad.
El amanecer llega como un ángel entre la bruma
que se yergue poderoso y volátil
entre la vida y la muerte.
La realidad desborda la ficción.
Y yo solo
sé salvarme
a través de los versos
que un día
el poeta maldito escribió.
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