En esta cola sin número
comprendí que el vacío es solo el hambre que se tiene
a la vida,
y sonreí
por resolver ese misterio
que tan preocupado me tenía en las madrugadas
tragando techo, fantasmas y silencios.
No es que tenga nada más que aportar al respecto,
pero tengo delante en el supermercado
a un niño risueño
agarrando el pantalón de su abuela,
a una abuela que camina
cargando a cuestas con la casa, el nieto y la pensión,
y una cajera
que sonríe
tras su mirada triste de trabajo a media jornada, su examen de mañana y la previsión
de hacer algo más con su vida
que no sea pasar ante un lector de códigos
verduras ecológicas cultivadas en los invernaderos de Almería,
-que quede claro que en este poema apoyamos el capitalismo verde,
explotados, sí,
pero de forma sostenible,
para tener una sonrisa de la que
no sentirnos culpables-.
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