domingo, 24 de mayo de 2020

No es algo terrible, pero dejaste fuera la guerra ¿Dónde están los fantasmas? ¿Dónde está la mierda?

Las historias no tienen moraleja, tampoco salvación. No hay lugar a dónde ir cuando te has perdido. Solo asumir el final, sin final. Sin camino qué seguir. Sin sitio a dónde ir. Solo dar vueltas y vueltas a los recuerdos, tratando de aferrarnos al paso del tiempo, como si así todo cobrase algún sucio sentido.

¿Qué es lo que anda mal?

Nada, sencillamente nada.

Simplemente la vida se escurre entre los dedos como reloj que ha perdido la noción de su propio ritmo interno. Solo soledad. Sin alma. Solo. Soledad.

Nuestros fantasmas se arrastran en la oscuridad de la noche susurrándonos todos nuestros miedos, todos nuestros temores. Es difícil lograr espantarlos cuando tu propia mente te engaña. Ahí, en esa soledad exterior, la selva se te mete dentro, taladrándote poco a poco la mente, hundiéndote más y más en la mierda, hasta ahogarte. Como un río de estiércol que se lo lleva todo. A ninguna parte.

Desperdicios. Eso somos.

Desperdicios, buscando desperdicios para dejar de desperdiciar nuestro día a día.


En las noches más oscuras, cuando nuestros propios demonios nos atormentan, dejamos entrar a los fantasmas que nos susurran la magia de la noche y su hechizo se arremolina a nuestro alrededor. Espectrales mantos de brumas se yerguen y el silencio hace desfilar su sinfonía de sonidos. Los grillos y su transmisión de coordenadas en morse, los estridentes graznidos de las aves, el viento enloqueciéndote poco a poco. La oscuridad abre sus fauces y los pozos te dejan caer lentamente, hasta precipitarte en la suave muerte de la guerra.

¿Cómo está la guerra?

Suave. Se avecina un suave día de guerra.

Te susurra alguien al oído mientras el napalm descarga toda su carga incendiaria arrasando kilómetros y kilómetros de selva ante tus ojos. Y ante el horror de la carne quemada y la madera incandescente, tú no puedes dejar de mirar. En una febril éxtasis que te invita a martillear las letras del teclado como una repiqueteante campanilla que llama al adiós final. La belleza del horror, de la mierda, de la auténtica y rastrera ceniza que queda cuando ya toda la pólvora ha explotado en el lodazal de las caídas con las que patinamos una y otra vez. Hasta rompernos la crisma y quedar tendidos en el suelo. Inertes. Ausentes.

Cantos de espectros que vienen a visitarte cuando la soledad es la única invitada a abrazarte.

Todos escribimos por algo. 
Por algún motivo. 
Huyendo de nuestros fantasmas. 
Dando caza a nuestros demonios.
Poniendo coto a la atronadora hélice en que nuestra mente se convierte cuando la demencia se ha apoderado de nuestras ausencias. De nuestro dolor.
De nuestro triste y patético intento de sobrevivir
a la barbarie
de nuestro destrozado interior.

Nuestra alma está rota.
Nuestra vida no tiene destino.
Lo real y lo ficticio se han dado la mano
y ahora son imposibles de discernir.

Da igual.
Todo da igual.
Y parece que nadie quiere comprenderlo.

La selva se lo ha tragado todo
y ahora solo quedan fantasmas,
demonios
y muertos.


Ahora nos marcharemos
y dentro de muchos años volveremos,
echaremos la vista atrás
y lloraremos
por lo que fuimos
y por quienes dejamos de ser.

Hasta entonces
solo podemos dar vueltas alrededor de un lago
de un pueblo perdido
como una hélice
huyendo de la oscuridad que emana la selva.

Tratando de volver
algún día
de esa guerra
sin salvación
ni moraleja.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho el relato. Definir el estado de la guerra como "suave" me a parecido más peculiar.
    Tienes mi like y te sigo.

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