En Francia los días se tiñen de otro color, el otoño se despliega con todo su repertorio y la luz juega a las escapadas con las sonrisas. El cielo cansado, del largo atardecer, se diluye entre los árboles y sus escasas hojas, brindando abanicos de ocres y marrones a las miradas que descubren el paisaje en su lento caminar. Las silenciosas calles giran en remolinos de hojarasca que levanta ligeramente el viento, mientras el eco de los pasos reverbera entre los angostos caminos que quedan entre las casas y edificios. Aquí y allá asoma el pináculo de alguna iglesia con esa característica apariencia que le proporciona un estilo neogótico que se extendió profusamente por el departamento. No hay más compañía que nuestro silencio y el ruido de nuestra cabeza. Pero es otoño y todo está bien. Todavía no ha llegado la tormenta de junio. Quizás ahí, en esos escasos meses que intermedian entre ambas épocas, resida la latente felicidad que tanto se anhela.
Mientras tanto los días se tiñen del color del otoño en esta Francia que mi caminar descubre y apresa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario