jueves, 27 de abril de 2017

Yo tampoco creía en la magia hasta que la vi

Las pulsiones dulcemente punteadas revolotearon por el cielo,
como una brisa primaveral que se pierde en el solsticio de invierno.

El sol, cálido y luminoso,
vertía oleadas de refulgentes destellos dulzones
que se mezclaban con la agridulce temperatura del rocío en una mañana fulgurante.

Las notas
dibujaban estelas por todos los rincones,
como revoltijos juguetones que buscan encontrarse con sus compañeros de corredurías,
como una aventura veraniega en una escondida cala en un recóndito pueblito a orillas del Mediterráneo.

El Atlántico
bramaba con la fuerza de cien mil titanes sigilosos
que intentan camuflarse con la torpeza del que nunca sirvió para el escondite,
levantando pequeñas oscilaciones en la cristalina superficie marina,
y, en el fondo,
los bancos de peces se perdían entre sus iriscentes colores.

El silencio
arrullaban con la elegancia de la música bien ejecutada,
y los versos
se sonreían unos a otros,
como una pandilla de chavales que organiza el viaje de sus vidas.

El día era calma y paz,
y la noche un sabroso regazo de murmullos cómplices,
como las chisporroteantes miradas que se entretejen al arrullo de una hoguera insomne
que recoge las soñadoras confesiones de unas mentes esquivas
y unos corazones que se encogen cuando la vida no tiene prisa y se mantiene en el aire como un hermoso acorde.


No sé si era tu risa,
tu cambiante y atenta vista
o esa sonrisa a la que pusiste nombre,

pero hay algo en ti
que hace que cuando te miro
todas mis mejillas se sonrojen;
mientras el viento se llena de rimas y el universo describe círculos de magia a tus alrededores.

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