domingo, 28 de enero de 2018

No queda otra que tragarse la rabia, liarla con la tristeza, y caminar con la capucha puesta en medio de un mundo que sigue como si no hubiese ocurrido nada

Estoy sentado frente a la ventana de mi ático, en ese quinto piso en el que me dejo acompañar por demonios y fantasmas, de ese patio de luces cegado que ciega el mundo. y de toda la luz que ya no está.

Estoy escribiendo en mi mesa, en mi cuarto, en mi buhardilla -refugio de almas, colchón de poesía- y probablemente sea la última vez que pueda hacerlo.

Quizás por eso escribo, quizás por eso vine; para despedirme de un pasado que ya no volverá, de un presente que se acabó, de un futuro oscuro y vacío que no sé a donde me llevará.
Hace frío.
Y tú no estás. Ni ella tampoco.
Y solo queda el olor a los recuerdos.
Y el polvo de nuestros besos que hicieron este rincón de Monte Alto un refugio nuestro.


Somos las sombras de nuestro corazón, las carcasas de nuestra alma, las miradas quebradas de nuestra voz, los pozos de sinrazón en los que enterrar nuestras palabras calladas.


Saez suena de fondo, como hace siempre que escribo a pecho descubierto desde 2015.
Y Escandar está sobre las sábanas, recordándome que no estoy solo, que tengo su voz, sus heridas y su mundo interior; y a sus amigos, que si hace falta los comparte conmigo. Ya sabe que Frontela es como Alberto, y te escucha y le escuchas, porque sino se encierra y le condenas a darle al tarro él solo. Y para alguien como él eso es un suicidio.

Miro todas las fotografías que cuelgan por las paredes: Portugal, Salamanca, el campo de trabajo, las noches de Coruña... Y Lura. Siempre Lura. Para recordarme que siempre está ahí.

Y Eskorbuto, y José Luís Manzano y carteles de guerra y guerra de supervivencia con mi yo interior, y como Ernesto ya no soy el mismo yo, al menos no el que llegó aquí hace 3 años.
Y Riku luchando con la oscuridad.
Y fotos de teatro.
Y del instituto.
Y de amigos.
Y libros.
Muchos libros. Tirados por todos lados.
En la mesilla y en el escritorio, en la estantería y en el suelo del dormitorio.
Y más posters. Y más fotos.
Y la vida.
Y su esencia.
En todos los rincones.
Aunque ya no esté caminando con su paso tambaleante por el pasillo.
Trasteando en su habitación.
Barullando en la cocina.
Sentada en la sala esperándome con una sonrisa
Para todo.
Siempre con una sonrisa.

Y estoy escribiendo en este quinto piso de Monte Alto mientras las gaviotas rompen con su estridencia el silencio de la noche. Y el Orzán reconstruye la melodía nocturna con su vaivén de aguas cristalinas, batiendo el universo con su eterno latir de ultratumba.


Mi cabeza retumba con dolorosas punzadas de recuerdos e ilusiones que confunden imaginación y realidad.
Como la foto de una niña sonriente al fondo de un muelle. A orillas del mar. De la mano de un desconocido
que viste de un blanco resplandeciente.
Como su sonrisa.


Y Coruña sigue oliendo igual. Como esta casa.
Aunque ya no estés.


Y sigo escribiendo en este quinto piso de 92 escalones.
Por ti.
Aunque probablemente sea la última vez.


* * *


Te juro que intento resistir aunque duela. Aunque todos los días cueste.

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