lunes, 14 de mayo de 2018

Noches sin nombre en un bar inolvidable

Brindamos por la vida en una madrugada sin fecha. En una de esas estampas habituales de un jueves cualquiera en que la resaca corre por nuestras venas a la galopante velocidad de las grandes epopeyas de altas horas de la noche. La cerveza rulaba de caña en caña y las mesas comenzaban a estar mojadas de las sobras de alegría que se volcaban cuando el vaso estaba hasta arriba de felicidad y con dos dedos de libertad. Los idóneos para lograr lo que uno se proponga.

Que los debates nunca falten. Podría ser el lema de ese lugar. Pero también la amistad y la solidaridad. Y cúmulos y cúmulos de noches universitarias en que el tiempo se nos pasó demasiado deprisa como para mirar atrás y hacer recuento de las luchas habidas y por haber. Que contamos más sueños y falsas proposiciones de triunfos que aspiraciones a tocar el cielo y entre paseo al baño y paseo a pedirle otra ronda a Carlos, hemos atesorado más memoria que toda la desmemoria de la mañana siguiente tirados en cama intentando recopilar las horas que nos desaparecieron entre los dedos.

Y el mar siempre presente, con la salitre mezclándose con la niebla, con ese regusto de noche tan coruñesa en pleno invierno y con el abrigo, la chaqueta y las manos en los bolsillos y la sangre hirviendo en las arterias. Y salir afuera, a fumar, como excusa de quedarse solos y hablar en privado. ...y buah tío, que hoy se lía a topísimo. Y esta noche a fuego, pero nada de rajarse ¿eh? E insistir en ese eh, como si todo el mundo cupiese en una palabra, en una expresión, y como si todas las expectativas acumuladas a lo largo de la semana se plasmasen en ese instante de salir afuera y echar una calada al pitillo con una caña en la mano.

Las chispas de las miradas se disparan a estas horas, o quizás sea el alcohol el que me engaña y aquí no hay nada, pero por probar que no sea. Quien no arriesga no gana. Y arriesgamos tanto que solo pudimos lograr ser más felices que dinero nos quedaba en la cartera tras tantas cañas a un euro del famoso Faluya.

No se puede salir por Coruña sin ir al Faluya. Siempre se lo hemos repetido a todo el mundo que conocíamos en un bareto cualquiera o en medio del botellón de los Jardines. Ese lugar es increíble, no se puede describir su esencia. Y no se puede. Supongo que por eso ahora intento dejarlo plasmado en estas líneas, como una especie de homenaje tras tantos años entrando por esa puerta. Porque entrar era un ritual en si mismo. Y esquivar a toda la gente que estaba delante, su iniciación. Solo para lograr atravesar los obstáculos y saludar. Porque esa es otra, allí siempre hay alguien para saludar. Es imposible no conocer a nadie, porque años y años crean la rutina y en ella no podía ausentarse el salir todas las semanas. Los habituales lo saben, y por eso no faltan.

Y se ha acabado el cigarro y tantas reflexiones desaparecen de la mente con el humo. Voy un momento al baño y vuelvo y los veo a todos riendo y las miradas brillando de amistad. Y miro al frente y el tiempo me devuelve a la realidad. Tarde o temprano esto se acabará y nos tocará poner nuestra foto en la pared. Como una orla de los recién graduados que se han tenido que ir y dejarlo todo. Para no volver en mucho mucho tiempo.

Me quedo callado. En trance. Saboreando el instante de sentirse en casa y regusto a despedida.

Y las risas.

Y todo me devuelve al presente. Y la cerveza. Y la fiesta. Y la gente. Y los debates. Y las sonrisas.

Y las 3 de la mañana. Y el Faluya cierra. Y nos tenemos que ir a otra parte.

Rumbo al Orzán.

En otra calada del cigarro. Si tal.



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