La puerta de su habitación se abre, y la escucho caminar, el sonido de sus pasos asciende hasta mi habitación, arrastrándose escaleras arriba como arrastra ellas sus zapatillas por el pasillo y su bata rosa en las mañanas de invierno.
Y yo me desperezo y remoloneo unos minutos más en cama, dejándome bañar por los rayos de sol que se filtran por el estor de mi ventana, que tapo con una caja de cartón para impedir que se cuele más luz de la necesaria por las noches y aún así no logra cumplir del todo su función. Se está calentito en cama y que pereza salir. Abajo escucho la cafetera y el cazo y a la Yaya trastabillando por la cocina. Cuento hasta diez, hacia atrás, y me envalentono para salir. Me pongo el chandal y me abrigo con una bata. En pleno enero esta casa es un congelador y nosotros los cubitos de hielo.
Bajo del ático, voy al baño y entro en la cocina. La Yaya con manos temblorosas corta trozos de pan duro y los baña en la leche, dejándolos flotar, sopa de pan, le llama, sopa de pan con leche y una gotita de café, más concretamente. Me mira y me sonríe. Hombre, ya te levantaste, ¿te desperté? Y yo respondo que no, que tranquila, que llevaba un rato despierto, pero me daba pereza salir de cama. Haces bien, si no hay prisa para que vamos a levantarnos pronto. Mira, las 11, como marqueses por su casa. Y yo asiento y sonrío y le cuento que me acosté a las 3 porque estuve haciendo animación, todo esto mientras cojo mi taza, la taza de toda la vida que he usado siempre en esta casa -marrón semitransparente, color vidrio desgastado por el tiempo, pero que en realidad siempre fue así-, y pongo a calentar la leche en otro cazo. ¿Qué quieres comer hoy? Me da igual, lo que quieras, le respondo y ella insiste. Tú pide que yo te lo traigo. Y ella, que me conoce y me mima siempre me ofrece ¿te traigo unos filetes y hacemos tortilla de patatas? Y yo sonrío, y le digo que vale y miro en la nevera y le recuerdo que tenemos casi dos docenas de huevos, que no hacen falta más y que ni se le ocurra traer yogures que tenemos todo el estante lleno y se nos van a caducar. Y ella se ríe, ya me estás riñendo. Y le protesto porque no le estoy riñendo. Ya lo sé mi currusquiño, si tú lo haces por mi bien, es por meterme contigo. Y nos reímos.
Me lavo los dientes y subo y enciendo el portátil y me pierdo por twitter y facebook. Reviso el correo, me pongo música y doy un par de vueltas por la habitación ordenando un poco las cosas antes de ponerme a trabajar. Abro Maya y ya me da pereza. Vuelvo abajo, la Yaya me llama. ¿Filetes no? Y yo asiento y le digo que sí y que se acuerde que tenemos huevos de sobra. ¿Algo más? Nada más -le respondo tajante, pero sonriente-. Las cosas se entienden mejor siempre con buenas palabras que con gritos y mi abuela y yo siempre nos hemos entendido muy bien a nuestro modo y así de bien siempre hemos convivido.
Ya van para 3 años que vivo con ella y no puedo estar más contento. En los pisos siempre eran problemas con los compañeros, o gente muy pesada o gente que pasaba de todo. Y luego lidiar con el casero, con las facturas, las fianzas y mil movidas por el estilo. Aquí, todo es más sencillo.
Y me siento frente a Maya y me pongo con animación. Y dos horas después a comer. Filetes empanados con tortilla. Lo prometido sabe mucho mejor. Y esa tortilla nadie sabe hacerla igual, y los filetes son únicos en su especie. Y devoro 3 o 4 y media tortilla y aún así parece que no es suficiente, porque la Yaya, como siempre, dice: Comiste como un pajarito. Y yo le respondo que no puedo más, que sino estoupo y ella se ríe y cógeme un yogur y yo se lo cojo, uno para mí y otro para ella. Y terminamos de comer. Y miramos la hora. Y son ya las 4. Comimos como marqueses. La misma frase, a la misma hora, todos los días, e igual de entrañable siempre.
Vuelvo arriba, a seguir trabajando. Pasa la tarde. Yo en mi habitación, ella en la sala, la tele encendida. ¿Te molesta? No, tranquila. ¿Bajo el volumen? No, está bien así, no me molesta, tranquila.
Y a la hora de la merienda bajo junto a ella. Y jugamos a las cartas. Y hablamos. Y reímos. Como siempre. Y vuelvo a subir las escaleras de nuevo. Y vuelvo a bajar para ir al baño. Y le enseño el culo y me doy una palmada y ella se ríe y yo me río. Me encanta hacerla reír.
Llega la hora de la cena. Y la misma conversación que para la comida, pero ahora con la cena. Espinacas, huevo cocido y pescado. Llegamos a esa conclusión. Hace mucho que no te hago pescado. Así que toca pescado. Y cenamos en la sala viendo Big Bang y luego Gap Year. O quizás eso fue en otro mes, en mayo-junio creo, los recuerdos se mezclan. Y se ríe de Sheldon, el parrulo le llama. Y yo me río. Y me pregunta por el día. ¿Llamaste ya a Laura? La llamo luego, le respondo. Así me gusta, que la llames. Mándale muchos besos de mi parte. Es muy riquiña. Y yo asiento y sonrío. Como con todo lo que dice. Porque me hace feliz.
Y se queda dormida viendo la tele. Y se despierta, y la compañía es muy agradable, pero me voy ya a la cama. Y yo le digo que vale, y le ayudo a recoger y se acuesta, no sin antes darme muchos besos de buenas noches. Y yo a ella. Y otro. Y otro. Y otro. Y hasta mañana si Dios quiere. Y otro beso de buenas noches de regalo. Y este para Laura.
Y yo me quedo viendo la tele. Y luego llamo a Lura como le dije. Y trasteo en el ordenador. Y leo un rato. Y luego, al final de todo, bajo el estor, coloco el cartón en la ventana y me voy a dormir. Y apago la lamparita de noche. Y hasta mañana si Dios quiere. Y sino... también.
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