El mundo arde.
Nubes de llamas ascienden al cielo mientras los alaridos braman implorando piedad.
Los rostros recalcitrantes se deshacen en tiras de piel muerta al tiempo que la sangre burbujea a flor de piel cual estatuas de cera abandonadas a su suerte. Los coches estallan en haces de metralla que saltan en todas direcciones cuando el calor alcanza el inflamable de sus interiores. La muerte corre de un lado a otro brincando en un baile de exaltación, extasiada ante el panorama de una potencial jornada de trabajo. La sonrisa aflora en su cadavérica mirada y su guadaña destila brillos excitantes ante la brava masturbación que le espera por delante.
Los ojos que se descomponen ante cavidades vacías inundadas por lengüetazos de llamas imploran perdón sin saber muy bien hacia donde orientar sus plegarias. Las aceras se funden cual lava y el asfalto discurre descendiendo por las avenidas arrastrando a todos los maldecidos que se topan en su camino.
Los termómetros se desintegran y las ventanas estallan. Los mares se evaporan y los ríos son calderas incontenibles en su turbia incandescencia.
El universo vive sus últimos y apocalípticos instantes al tiempo que mi mirada de rabia reparte ira incontenible por doquier, acabando definitivamente con la humanidad a medida que avanza el bus.
Y mientras el mundo arde.
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