La noche se desplegaba sobre la ciudad maldita como una capa que desteje todas sus sombras sobre los hilos del tiempo.
Las calles
salpicadas por las ruedas de coches y carruajes
empapaban de lodo los rostros de aquellos miserables que se dejaban ver por la superficie.
Definitivamente,
como un tiro definitivo a muerte en la ruleta rusa del mundo,
aquel había sido un lugar del que no existía escapatoria,
y sus habitantes,
pobres desgraciados que no tenían otro lugar al que llamar hogar que ese estercolero suburbano que se ramificaba en miles de sangrantes venas centrífugas que supuraban decenas de barriadas que imploraban al cielo por el fin de su sufrimiento,
y a cambio,
solo recibían litros y litros de fría lluvia que apagaba sus esperanzas como se apagan las llamas de las velas de noche que ellos ni siquiera se podían permitir.
Cuentan las leyendas que quien no tiene a donde ir siempre acabará allí,
puede ser,
por lo menos así sucedió conmigo,
en medio de miles de truculentas historias que el fango se encargó de borrar,
acabé en ese lugar sin más compañía que mis raídas ropas que se desgranaban como se desgranaba aquel lejano año de sabe dios cuando.
Allí,
dónde nadie quería estar,
y dónde nadie podía huir,
la muerte se hacía cargo de recordarnos que hasta los olvidados eramos diferentes:
mientras que a la gente del centro la guadaña del rey de las parcas segaba todo con el cuidado filo que se afila durante eones,
a nosotros nos había tocado un truculento vacío legal que debía de regir los destinos,
y que abajo y a la derecha,
ponía en letra pequeña que no teníamos los mismos derechos,
ni guadaña,
ni visitante privado en medio de las oscuras noches de tormenta.
La muerte había pasado de largo y no quería saber nada de ese lugar,
por eso prorrogaba todo lo posible la asistencia al entierro,
y nos dejaba descomponernos poco a poco en vida como cadáveres que se pudren sin haber llegado a cerrar los ojos,
las fiebres golpeaban las calles,
y la sangre de los estómagos que no tenían nada que vomitar se perdían calle abajo,
dibujando regueros de mugre en donde no se distinguían la tierra de la sangre y las heces.
A veces,
solo a veces,
unos rayos sobrecogedores asolaban los rabales,
rayos en noches sin tormenta y firmamentos sin estrellas
que parecían provenir del mismo infierno situado al otro lado del mar,
o quizás fuesen ilusiones nuestras y solo fuesen reptaciones sempiternas procedentes de lo más profundo y oscuro de nuestros corazones.
Fuese como fuese,
lo cierto es que esas horas en que el inframundo se dispersaba por aquel lugar en el que siempre brotaban las torturas del infierno
la luz parecía brotar en ese pútrido lugar,
y aunque sabíamos que no era cosa del paraíso que custodia San Pedro,
no nos importaba abrirle los brazos a algo más maligno que las miles de marionetas demoníacas que colgaban inertes en el viejo teatro abandonado que había cerca de allí.
En esos momentos de tenebrosa lucidez,
solía visitarnos un viajero de gusto refinado,
capa de shaed,
y ademanes cuidados;
conocido por todos y amigo de nadie,
este individuo parecía tener la extraña capacidad de atraer todos estos condicionantes metereológicos que antes bosquejamos,
cuando el sentido común nos decía que era imposible para cualquier persona normal.
El ángel de los desesperados,
que así era apodado aquel ser que parece vivir en el límite entre la literatura gótica y la poesía de Rimbaud,
nos hablaba con la dignidad que con nadie más conocimos,
convirtiéndonos en alguien aunque fuese durante unos breves instantes.
Visitaba enfermos,
cuidaba de nuestras almas,
y nos brindaba breves conversaciones que los afortunados nunca dejarían caer en el vacuo lago de lo reservado a la información innecesaria.
Su mirada,
un destello de sombras en un corazón repudiado y respetado a partes iguales,
nos susurraba secretos de la existencia que el mayor filósofo de la historia jamás habría alcanzado a comprender;
tal era la magia de su presencia que nadie podía pasar inadvertido a su lado sin esperar al menos un saludo, una palmada en la espalda o un leve gesto con la cabeza que nos recordase que a pesar de nuestra convulsa y breve existencia seguíamos siendos, en lugar de tristes sidos.
Dios no estaba,
era cierto,
pero mientras nuestro ángel privado siguiese visitándonos,
tampoco nos importaba,
no necesitábamos a un padre que dejó de creer en nosotros hace mucho tiempo,
supongo que por eso,
por la fuerza que generaba en nuestra imaginación un par de veces cada año,
eramos capaces de sobrellevar la espera,
de soportarlo todo con la fe de volverlo a ver,
por lo menos una vez más en nuestras vidas.
Él
nos sonreía
y en esa sonrisa
se escapaba algo de nosotros que nunca logramos catalogar,
pero que sabíamos que nos dejaba un poco más vacíos,
por lo menos los miedos y el dolor también se los llevaba,
un poco,
creo yo.
Éramos de un rincón que cubría la mayor parte de la ciudad maldita,
cerca de todo y lejos de nada,
a su salvador no le gustábamos,
a la muerte le asqueábamos,
y a él,
por lo menos,
le importábamos,
al menos en nuestra mayor parte.
Mientras eso siguiese siendo así,
daríamos todo por él;
por lo demás,
la sangre, el dolor, la enfermedad...
que siguiese lloviendo,
que tampoco teníamos esperanza de movernos de la oscuridad de nuestro ser.
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