Esos directores de manos largas y batuta corta se han convertido en los predilectos hijos de un tiempo en que la miseria humana y su crudeza existencial afloran en todos y cada uno de los rincones de este triste país de informativos sin noticias, periodistas sin periodismo y libros sin valentía suficiente para refractar esta triste realidad.
En ese baile de meapilas desideologizados en un mundo de ideologías constantes, todos se afanan por demostrar sus dudosas artes y sus todavía peores aptitudes. Desfiles de escritores desesperados por lucir a los cuatro vientos sus pésimos talentos. Conscientes e incapaces de hacer algo que esté más allá de sus atrofiados límites en el más hondo y bello arte que es el atraco de palabras a mano armada.
No hay reflejo en el que buscarse cuando llamamos libros a misales hedonistas carentes de cualquier contenido que no sea el retweet fácil y el próximo capítulo de netflix del que olvidarnos antes de habernos consumido; haberlo -perdonen-, nosotros ya estamos vacíos; no habría por tanto nada que consumir más allá de serrín, aire y glaciar hielo de olvido.
En un país de trepas, camisas azules e incapaces morales, el reflexionar es el mayor delito.
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