Las flores no crecen en el mar. - Escuché una vez. - Y tampoco en la arena. - Eso es de mi propia cosecha. Fue lo que pensé cuando me dijeron eso. No me comprendieron, lo sé, pero tampoco me molesté en explicarlo. Así con fuerza el vaso y bebí un largo sorbo en el que bañar las vergüenzas y la poca esperanza que a esas alturas me quedaban. El resto de la noche intenté simplemente pasar desapercibido; hasta que la madrugada nos sorprendió y consciente de que nadie repararía en mí, me levanté como pude, pagué y me fui.
Con las manos en los bolsillos y la mirada gris de piedra. Vacía. Carente de cualquier emoción que fuese más allá de dormir y olvidarme de todo por siempre jamás.
Por el camino me crucé varias noches en vela, alguna caída y una espesa niebla que a mí se me antojaba como una patética metáfora de mi vida. Pero no veía. Eso es todo. No veía y eso se me antojaba como muy profundo. Como ese pozo al que caí, antes de lograr llegar a casa.
Sin fondo. Eterna caída. Me precipité al vacío y solo cuando me sumergí en el tranquilo mar que cubría la cavidad pude distinguir una densa nube de burbujas cubriendo cualquier futuro sin oxígeno a mí alrededor. Ahí continué. Para no perder la costumbre. Y no sé si llegué a moverme.
Lo siguiente que recuerdo es el frío y mis manos en los bolsillos, mis manos en los bolsillos y el frío. Y todo el dolor de un cuerpo que se ahoga, que se asfixia. Y decenas de lágrimas de lluvia en mi mirada de escarcha escrutando cualquier esperanza a través del cristal.
Pero no la había.
Eso es todo.
No la había.
Y sabiéndolo decidí continuar.
Solo dolor y frío.
Nada más.
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