jueves, 15 de febrero de 2018

Diario de un pueblo

Pues ya es esencialista el toparse con el chavea en la tarde del domingo y no en la del lunes, cuando el sol despunta en el altiplano celeste y reflejea por los cauces sinuosos de todos esos ríos de aguas frescas y cristalinas y sonido envolvente gracias a esa cadencia de paz tan característica de su lento discurrir.

Tiene su gracia y su desquite todo esto -pienso al ver el ambiente que reina-.

El silencio de los pueblos pasado el mediodía, a las comidas en punto, es una sutil estampa de horas y horas clavadas en un segundo de fugaz inmensidad. El repiqueteo de los pasos al pisar las calles reverberando la graba por cada vacío rincón mientras los pájaros atrincherados en sus ramas destejen una filigrana de melódicos pentagramas de compases acondicionados en la primavera y su calidez de lento y suave saborear de naturaleza.

Que bien huele el aire que trae los olores de la inmensidad y que tierno sabor si se tercia el sol en su cenit de colectivo alumbrar.

El mundo baila una acuarela de sensaciones en esos días y las campanas redoblan en lo alto del cielo tiñendo de timbre y sombra la evocadora estampa de un pueblo que en la imaginación va cobrando forma.

Y la tarde se va allegando y se elucubra el aroma del pan del horno del artesano, y algún coche aquí y allá perdura en su lejano sonido bajo el efecto doppler y el murmullo de las chicharras no ha cesado, pero ahora se entremezcla con el de los niños jugando a la pelota, los grupos de viejos amodorrados en el parque y las conversaciones de los padres sentados en la cafetería, en esas mesas tan típicamente metálicas bajo el entoldamiento de un enebro.

Y los pocos habitantes viven,
y los pocos turistas observan,
y todo el mundo disfruta de la tranquilidad
mientras las nubes poco a poco se colorean
de reconfortante atardecer estival de mayo en su anaranjada mirada.

Y destellos de horizonte sonrisa de verano
y rumor de reguero caricia de agua
y anochecer pardo cubierto de estorninos alborotados
y tendida enredadera de filtro fulgurante de estrellas.

Zigzagueantes telares de murciélagos que se allegan con las bandadas de trinos que se van
y los solitarios ululares de buhos relevan a abubillas y halcones de sus funciones;
y la oscuridad es un carnaval de colores en la negrura
y la paleta de grises carboncillo de sombras
relucen mientras desde el balcón asisto a su recital
de mar resplandeciente;
y el cielo se reiniciará
cuando el gran astro de nuevo se asome
tildando de esplendoroso
su nuevo inicio sin acto final:
Eterna transición de aterciopelado mandala de vida natural.

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