sábado, 3 de febrero de 2018

Las marcas de mi cuerpo encierran lo que mi rostro es incapaz de sonreír

Cogería todos los cuchillos que hay en este mundo y me los clavaría uno a uno por todo mi cuerpo, por ver si así de una vez soy capaz de arrancar de mi pecho esta presión que siento cuando dejo a mi mente demasiada libertad.

Me he perdido a mí mismo y jamás me volveré a encontrar.

Rezaría a todos y cada uno de los santos en los que no creo con tal de que me perdonen la vida y pueda por fin descansar lejos de este miserable recipiente al que le ha tocado soportar la presión de un alma que nunca se consumió lo suficientemente deprisa como para autodestruirse sin hacer ruido, sin destrozar por el camino todos los corazones con los que se ha ido topando, sin dañar en exceso y arrasar todo a su paso
como un reguero de pólvora listo para explotar en cualquier momento.

Como puede alguien seguir en pie,
cada día,
como si no hubiese ocurrido nada,
como si todo hubiese seguido igual.

Me quemaría todos y cada uno de los poros de mi piel por ver como arde toda mi sangre en azuladas llamas de fuego envenenado, aniquilando la carne con cada uno de los borbotones espumeantes de ponzoña que buscan escapar de mi miserable existencia.

Soportaría la idea de desaparecer en un instante con tal de supurar este infructuoso cáliz de miseria que arrastra conmigo al infierno a todas aquellas miradas que osaron tenderme la mano,
y es que mi mera agonía de llantos en la madrugada no es más que la última arma de destrucción masiva creada por una protoidea de egoísta danza de desesperación al otro lado de los añicos acristalados de mi reflejo.

Me odio. Me odio con todas las fuerzas que puedan quedarle a mis agonizantes neuronas.

Me odio y pulsaría ese botón de armageddom total
con tal
de no volver a tener la oportunidad de respirar paz y silencio al sacar a flote mi mente del mar de pensamientos que es esta avinagrada rutina de sinsentidos e injerencias en territorio amigo.

Las palabras son mi única arma, supongo que por eso elijo cada noche y cada mañana lanzarlas contra mi propia diana como si así fuese a ser más llevadera la presencia en este inerte incorpóreo que es mi rostro tatuado en miles de cicatrices taponadas por el tiempo.

La carga de mi ser aplasta la chispa ajena que algún día vio luz en mí

y la oscuridad lo arrasa todo,
y por desgracia
a mí solo me baña, 
me susurra, 
me protege 
y me mantiene con vida,
como una maldición de tinieblas que me hará compañía


hasta el fin de los tiempos.

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